15 de noviembre. bis

A continuación, la catequesis del Santo Padre:

Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!

Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Para entender la belleza de la celebración eucarística me gustaría comenzar con un aspecto muy simple: La misa es oración, de hecho, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime, y al mismo tiempo la más “concreta”. Porque es el encuentro de amor con Dios a través de su Palabra y del Cuerpo y la Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor.

Pero, primero, tenemos que responder una pregunta. ¿Qué es la oración realmente? En primer lugar es ante todo diálogo, relación personal con Dios. Y el hombre ha sido creado como un ser en relación personal con Dios que halla su relación plena únicamente en el encuentro con su Creador. El camino de la vida es hacia el encuentro definitivo con el Señor.

El Libro de Génesis afirma que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, una relación perfecta de amor que es unidad. De esto podemos entender que todos nosotros  hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor, en un entregarse y recibirse continuo para encontrar así  la plenitud de nuestro ser.

Cuando Moisés, frente a la zarza ardiente, recibe la llamada de Dios, le pregunta cuál es su nombre, y ¿qué responde Dios? : “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14). Esta expresión, en su sentido original, expresa presencia y favor, y, de hecho, inmediatamente después  Dios añade: “El Señor, el Dios de vuestros padres, Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob” (v. 15).  Así también  Cristo cuando llama a sus discípulos, los llama para que estén con Él .Esta es, pues, la gracia más grande: poder experimentar que la misa,  la eucaristía es el momento privilegiado para estar con Jesús, y a través de Él, con Dios y con los hermanos.

Rezar, como cualquier diálogo verdadero, es también saber permanecer en silencio, -en los diálogos hay momentos de silencio-,  en silencio con Jesús. Y cuando vamos a misa, a lo mejor llegamos cinco minutos antes y empezamos a charlar con el que está al lado. Pero no es el momento de  charlar: es el momento del silencio para prepararse al diálogo. Es el momento de recogerse en el corazón para prepararse al encuentro con Jesús. ¡El silencio es tan importante! Acordaos de lo que dije la semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el Señor  y el silencio nos prepara y nos acompaña. Permanecer en silencio junto con Jesús. Y del silencio misterioso de Dios brota su Palabra que resuena en nuestro corazón. Jesús mismo nos enseña cómo es realmente posible “estar” con el Padre y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos muestran a Jesús que se retira en lugares apartados para orar; los discípulos, al ver esta relación íntima con el Padre, sienten el deseo de participar  y le preguntan: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1).  Lo hemos escuchado en la lectura antes del principio de la audiencia. Jesús responde que lo primero que se necesita para orar es saber decir “Padre”. Prestemos atención: si yo no soy capaz de decir “Padre” a Dios, no soy capaz de rezar. Tenemos que aprender a decir “Padre”, es decir,  a ponernos en su presencia con una confianza filial. Pero para aprender, debemos reconocer humildemente que necesitamos que nos instruyan  y decir con sencillez: Señor,  enséñame a rezar.

Este es el primer punto: ser humilde, reconocerse hijo, reposar en el Padre, fiarse de Él. Para entrar en el Reino de los Cielos, es necesario hacerse pequeños como niños. En el sentido de que los niños saben fiarse, saben que alguien se preocupará de ellos, de lo que comerán, de lo que se pondrán, etc. (ver Mt 6: 25-32). Esta es la primera actitud: fiarse y confiar, como el niño con sus  padres; saber que Dios se acuerda de ti, te  cuida, a ti, a mí, a todos.

La segunda predisposición, que también es propia de los niños, es dejarse sorprender. El niño siempre hace mil preguntas porque quiere descubrir el mundo; y se maravilla incluso  de las  cosas pequeñas porque todo es nuevo para él. Para entrar en el Reino de los Cielos, hay que dejarse  sorprender. En nuestra relación con el Señor,  en la oración, -pregunto-  ¿Nos dejamos maravillar o pensamos que la oración es hablar con Dios como hacen los loros? No; es fiarse, es abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos dejamos sorprender  por Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el encuentro con el Señor es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de museo. Es un encuentro vivo y nosotros vamos a misa, no a un museo. Vamos a un encuentro vivo con el Señor.

En el Evangelio se habla de un  tal Nicodemo (Jn 3, 1-2), un hombre anciano, una autoridad en Israel, que va donde Jesús para conocerlo; y el Señor le habla de la necesidad de “nacer de lo alto” (véase vers. 3). Pero, ¿qué significa? ¿Se puede  “renacer”? Volver  a tener el gusto, la alegría, la maravilla de la vida, ¿es posible incluso frente a tantas tragedias? Esta es una pregunta fundamental de nuestra fe y este es el deseo de todo verdadero creyente: el deseo de renacer, la alegría de comenzar de nuevo. ¿Tenemos este deseo? ¿Cada uno de nosotros quiere renacer siempre para encontrar al Señor? ¿Vosotros tenéis este deseo? Efectivamente , se puede perder fácilmente porque, debido a tantas actividades, a tantos  proyectos que realizar , al final  nos queda poco tiempo y perdemos de vista lo que es fundamental: nuestra vida del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra vida que es encuentro con el Señor en la oración.

En verdad, el Señor nos  sorprende mostrándonos  que Él también nos ama en nuestras debilidades. “Jesucristo […] es  víctima de propiciación por nuestros pecados; no solo por los nuestros sino también por los del mundo entero (1 Jn 2: 2). Este don,  fuente de verdadero consuelo,  -pero el Señor siempre nos perdona- esto consuela, es un verdadero consuelo, es un don que se nos  da a través de la Eucaristía, ese banquete nupcial  donde el Esposo  se encuentra con nuestra fragilidad,  ¿Puedo decir que cuando comulgo en misa, el Señor  se encuentra con mi fragilidad? Sí; ¡podemos decirlo porque es verdad! El Señor se encuentra con nuestra fragilidad para llevarnos de vuelta a la primera llamada:. La de ser a imagen y semejanza de Dios Este es el ambiente de  la Eucaristía, esta es la oración.

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Una respuesta a 15 de noviembre. bis

  1. A menudo las celebraciones son ruidosas, aburridas y agotadoras. Podemos decir que la
    liturgia está enferma y el síntoma más llamativo de esta enfermedad es la omnipresencia del
    micrófono. El micrófono es tan indispensable que uno se pregunta: ¿cómo ha sido posible
    celebrar los santos misterios antes de su invención? El ruido que proviene de fuera y nuestros
    propios tumultuosos interiores nos hace extraños a nosotros mismos. El hombre que está
    permanentemente en el ruido, no puede más que hundirse cada vez más en la banalidad. Lo
    que dice es superficial, hueco, y habla sin parar hasta que encuentra algo que decir. Sus
    palabras son una especie de mezcolanza o galimatías irresponsables entre bromas de más o
    menos buen gusto y palabras insulsas incluso negativas que provocan desorden, confusión,
    incluso hostilidad y rencor en quien las escucha. Con frecuencia salimos de esas liturgias
    superficiales y ruidosas sin haber encontrado a Dios y sin haber gustado la paz interior que el
    Señor nos quiere ofrecer.( “La Fuerza del Silencio” Cardenal Sarah).Que importante estas catequesis del Santo padre ,El Espíritu Santo siga guiandolo para fortalecer a la iglesia en el amor a la Santa misa.,que tanta falta nos hace .Saludos

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