Fotos fiestas Patronales de nuestra Diócesis de Avellaneda-Lanús, 15 de agosto 2014.-

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19 de agosto.

san juan eudes

SAN JUAN EUDES

(†  1680)

En la noche de Navidad de 1625, en la capilla del Oratorio de París, capilla y altar dedicados a la Santísima Virgen, decía su primera misa un joven sacerdote normando. Aquel mismo día hizo el voto de perpetua servidumbre a Jesús y María.

 No habían pasado aún dos años desde que, atraído por la doctrina espiritual y prendado por los planes apostólicos del célebre cardenal De Bérulle, había ingresado en el Oratorio. ¿Quién podía vislumbrar en aquellos momentos cuál fuera el futuro brillante, aunque doloroso, del novel sacerdote?

 Su vida sería larga: ochenta años. El voto de servidumbre que acababa de recitar la resumiría perfectamente. Juan Eudes no viviría para sí, sino para Jesús y María. Necesitaría todo su tesón normando para no cejar en aquella batalla continua y dura, que cubriría toda su vida sacerdotal. Habría de luchar y sufrir por la salvación de sus hermanos y la gloria de Jesús y María. Ello sólo le interesaba.

 Quiso la Providencia que viviera en los días de mayor esplendor de la historia de Francia. No le faltaron contactos con los principales personajes y actores de él. Pero a Eudes nada le interesaban los triunfos temporales y descansaba en la abundante cosecha de sinsabores y amarguras que siempre le acompañó. Por doquiera le surgieron enemigos enconados. De entre los que debieran ser sus amigos, como servidores del mismo Dios, y de entre los separados por el hondo foso de las diferencias ideológicas. En su propia casa le acecharía la traición. En aquella cruz constante, cruz dura y dolorosa, Eudes veía el sello del beneplácito divino que, contra el parecer de los hombres, refrendaba su apostolado y sus obras. Fiel a la voluntad del Señor, su siervo caminaría hasta el fin.

 Había venido al mundo en un pueblecito normando, de la diócesis de Séez: Ri. Era el 14 de noviembre de 1601. Pocos años antes la peste lo había asolado. De la familia Eudes sólo sobrevivió un varón: Isaac. Para que no pereciera la familia, Isaac, a punto de ordenarse de subdiácono, renuncia a la carrera eclesiástica, vuelve a la heredad paterna, la cultiva y con su esfuerzo logra crearse una posición desahogada. En las postrimerías del siglo XVI contrae matrimonio con Marta Corbin, mujer de ejemplares virtudes y de una probada y no común energía de carácter.

 De Isaac Eudes, que, casado y padre de siete hijos, rezaba diariamente el oficio divino, y de Marta Corbin nació Juan Eudes. Era el mayor de los hermanos.

 Próximo a cumplir sus catorce años, fue encomendada su educación a los padres jesuitas que, en Caen, regentaban el Real Colegio del Monte. Allí cursó los estudios de humanidades y filosofía. Muchos años después, en la conclusión de su libro El corazón admirable, Eudes recordará con agradecimiento a su antiguo colegio y a su congregación mariana. En septiembre de 1620 recibió la tonsura y las órdenes menores.

 Dos años después, cuando ya adelantaba en sus estudios de teología, se creó en Caen una casa del Oratorio, instituto recientemente fundado, en París, por el padre De Bertille. Conoció Eudes a los oratorianos e inmediatamente simpatizó con ellos.

 El cardenal De Bérulle fue una de las grandes glorias religiosas de la Francia del Siglo de Oro. Enamorado de su sacerdocio, añoraba los días antiguos en que el clero «no respiraba más que cosas santas, dejando las profanas a los profanos, y llevaba profundamente grabado en sí mismo la autoridad de Dios, la santidad de Dios y la luz de Dios». Pero, ¡qué distinto espectáculo presentaba el clero de sus días! Se ha podido escribir que «el nombre de sacerdote había llegado a ser sinónimo de ignorante y libertino». De Bérulle quiso rehabilitarlo. El Oratorio tendrá como misión santificar al clero secular.

 ¿No era la santidad lo que desde su niñez anhelaba Eudes? En su Memorial dejará anotado: «Fui recibido y entré en la congregación del Oratorio, en la casa de Saint-Honoré, de París, por su fundador el reverendo padre De Bérulle, en el año de 1623, el 25 de marzo». En 1625 fue ordenado de presbítero y en 1627 volvió a su tierra, cuando nuevamente se ensañaba en ella la peste. Adscrito a la casa de Caen, el padre Eudes atiende a los apestados, se dedica al estudio y a la oración e inicia la predicación de misiones populares, apostolado que constituirá una de las grandes tareas de su vida.

 Toda la vida del padre Eudes había de ser un martirio continuado, por lo que no podemos olvidar el voto que hiciera al Señor en 1637: «Me ofrezco y me entrego, me dedico y consagro a Vos, oh Jesús mi Señor, como hostia y víctima para sufrir en mi cuerpo y en mi alma, según vuestro agrado y mediante vuestra santa gracia, toda clase de penas y tormentos, incluso el derramamiento de mi sangre y sacrificio de mi vida con cualquier género de muerte. Y esto, sólo para vuestra gloria y por vuestro puro amor».

 En 1640 fue nombrado superior del Oratorio de Caen. Poco tiempo lo sería.

 El padre Eudes había comprobado el bien inmenso que las misiones realizaban en la población; mas una preocupación le inquietaba: ¿Era posible que el fruto perdurase sin un clero que acogiera y alimentara los buenos propósitos?

 El clero. Al padre Eudes le preocupaba el clero. «¿Qué se puede esperar de estos pobres hombres con disposiciones excelentes —decía refiriéndose a los seglares— si están bajo la dirección de tales pastores como por doquier vemos?. ¿No es lógico que, olvidando pronto las grandes verdades que les impresionaron durante la misión, caigan en sus anteriores desórdenes?»

 Pensando en ello había dedicado en algunas misiones conferencias especiales a los eclesiásticos. No bastaba. Eudes comienza a pensar en una congregación que tuviera por primera finalidad el crear y regir seminarios para la formación y santificación del clero. Su pertenencia al Oratorio es un obstáculo para sus proyectos.

 En 1642 es llamado a París por el cardenal Richelieu y cambia impresiones con él sobre sus planes. El cardenal le comprende perfectamente; él también sueña con la erección de seminarios y le promete su apoyo. El cardenal muere a fines del mismo año, pero la autorización real para la fundación de la nueva congregación es firmada en el mes de diciembre.

 El padre Eudes está resuelto a abandonar el Oratorio. Ningún obstáculo canónico existe, pues en el Oratorio no hay votos religiosos que vinculen a sus miembros con el instituto. Entretanto, para evitar posibles complicaciones, las letras reales se expiden a nombre de monseñor D’Angennes, obispo de Bayeux, amigo y protector del Santo.

 A principios de 1643 el padre Eudes vuelve a Caen. Todo está decidido. Abandona el Oratorio y el 25 de marzo nace la Congregación de los Seminarios de Jesús y de María.

 La congregación nació en la fiesta de la Anunciación, porque pretendía «continuar el trabajo y las funciones del Verbo Encarnado y debía estar consagrada por entero a Jesús y María». Sus finalidades, tal como se concretan en las letras de Luis XIII, son: «Trabajar con el ejemplo y la instrucción por establecer la piedad y santidad entre los sacerdotes y aquellos que aspiran al sacerdocio, enseñándoles a llevar una vida conforme a la dignidad y santidad de su condición, y desempeñar convenientemente todas las funciones sacerdotales, como también emplearse en la enseñanza de la doctrina cristiana por medio de misiones, predicaciones, exhortaciones, conferencias y otros ejercicios».

 Seminarios y misiones. Pero, en primer término, seminarios.

 Seis años hacía que el padre Eudes había firmado con su sangre el voto martirial; ahora, separándose del Oratorio, desencadenaba el inacabable séquito de dolores, persecuciones y calumnias que no le abandonaría jamás.

 En todas sus negociaciones, tanto ante las autoridades regionales como en París, tanto ante los obispos como en las Congregaciones romanas, el padre Eudes tropezará con una enemiga tenaz y poderosa, abierta unas veces, solapada otras, que no reparará en dificultades ni en la licitud de los medios y tratará de hacerle fracasar y con frecuencia lo conseguirá. Si en 1648 logró en Roma la aprobación del seminario de Caen, en noviembre de 1650 el obispo de la misma ciudad, monseñor Malé, sucesor de monseñor D’Arigennes, llegará a clausurarle la capilla.

 Eudes no desiste. En 1652 ultima las constituciones de su congregación. En 1653, muerto monseñor Malé, la autoridad diocesana permite la apertura de la capilla del seminario de Caen. Tendrá que luchar para aclarar malentendidos y refutar calumnias. El sigue adelante. Tras del seminario de Caen vendrán los de Coutances en 1650, Lisieux en 1653, Evreux en 1667 y Rennes en 1670.

 Su apostolado entre los sacerdotes se intensifica. A ellos dedica retiros especiales en sus misiones; para ellos escribe diversos libros que los ayuden en su vida espiritual o pastoral. Y su enamoramiento del sacerdocio halla expresión magnífica y bella en su oficio del sacerdocio de Cristo y de los santos sacerdotes, que le fue aprobado por la autoridad eclesiástica en 1652.

 La Congregación de Jesús y María había de dedicar una atención primordial a la fundación de seminarios y a la formación del clero. Por tal motivo, el padre Eudes había abandonado el Oratorio. Ella nació en el laborar misional del Santo, al contacto con las necesidades espirituales de los pueblos misionados. San Juan había nacido misionero y jamás dejaría de serlo; la congregación que él fundara sería también misionera. En el Oratorio comenzó el misionar del padre Eudes y continuó toda su vida, con gran éxito visible y espiritual. Cruzó en todas direcciones su provincia natal de Normandía. Las poblaciones de gran parte de Bretaña, Picardía, Ile-de-France, Perche, Brie y Borgoña se apiñaron cabe su púlpito. Ciudades populosas como Caen, Rouen, Autun, Beaune, Versalles y París escucharon su predicación.

 Recorriendo el Memorial en que el Santo recogió los principales recuerdos de su vida hallamos mencionadas unas ciento diez misiones predicadas desde 1632 hasta 1676, y no puede olvidarse que la duración mínima ordinaria de una misión era de seis semanas y algunas, como la de Rennes, en 1667, se prolongó durante cinco meses.

 Su predicación era ardorosa y vibrante. Dotado de un temperamento ardiente y apasionado, sus palabras brotaban directamente del corazón. Le llamaron «león en el púlpito y cordero en el confesonario». Tronaba sin compasión contra los vicios y con espíritu de caridad hacia los pobres pecadores, cuya suerte le acongojaba. Su palabra se alzaba enérgica y libre, con la santa libertad de los apóstoles. Buen ejemplo de ello dio en la misión de Saint-Germain-des-Prés (1660), en presencia de la reina de Francia y de la corte. Poco antes el fuego había destruido, en parte, el palacio del Louvre, y de ello tomó pie el Santo para recordar a sus oyentes que, si a los príncipes les está permitido edificar Louvres, Dios les manda aliviar a sus súbditos desgraciados; que no pueden pasar los días y los años en diversiones, pues no es ése el camino del cielo; que si el fuego temporal no había respetado la mansión real, tampoco el fuego eterno respetaría a los reyes y príncipes que no vivieran como cristianos; que causaba grande pena, finalmente, ver a los grandes de la tierra asediados por una multitud de aduladores sin que casi nunca se les diga la verdad y que él se consideraría por muy culpable si ocultara estas cosas a su majestad.

 De las misiones nació la Congregación de Jesús y de María; de ellas nacería también la de Nuestra Señora de la Caridad, dedicada a la rehabilitación de las desgraciadas víctimas del vicio. Nació esta obra del padre Eudes en los mismos días en que abandonaba el Oratorio y, como todas las suyas, nació y creció en medio de las mayores dificultades exteriores, a las que aquí se sumaron las más penosas interiores. En la consolidación de la nueva congregación tuvieron gran parte las religiosas de la Orden de la Visitación, que, a petición del fundador, se encargaron de la formación de las primeras postulantes. La primera toma de hábito fue la de la señorita Taillefer, en la Orden sor María de la Asunción, el 12 de febrero de 1645. Monseñor Malé, obispo de Bayeux y no afecto al Santo como vimos, aprobó la fundación de la casa de Caen, en 1651. El papa Alejandro VII dio la bula de erección de la nueva Orden el 2 de enero de 1666.

 Aún nacientes sus dos congregaciones, el padre Eudes las consagró, en 1643, a los Sagrados Corazones de Jesús y María. Esta devoción llena su vida y su apostolado. Ella aparece pujante en todas sus manifestaciones: misiones, cartas, libros… Desde 1643 o, a más tardar, 1644, la Congregación de Jesús y de María celebraba ya la fiesta del Sagrado Corazón de María. Entre 1668 y 1670 el padre: Eudes compuso su oficio del Sagrado Corazón de Jesús, que inmediatamente fue aprobado por varios obispos. Desde 1672 celebra su instituto la fiesta del Corazón de Jesús el día 20 de octubre, día en que aún la celebran por concesión de la Santa Sede, en atención a los méritos de su fundador, a quien San Pío X no dudó en calificar, en el decreto de beatificación, de padre, doctor y apóstol del culto litúrgico de los Sagrados Corazones. Al año siguiente de disponer el padre Eudes la celebración de la fiesta, se manifestó por primera vez el Sagrado Corazón a Santa Margarita María de Alacoque.

 El último decenio de la vida de nuestro Santo, como toda su vida, fue abundante en tribulaciones y persecuciones. Su Memorial repite año tras año: «En este año (1670) quiso el Señor favorecerme con diferentes cruces, por lo que sea eternamente bendecido… En este año (1671) me acompañaron las cruces por todas partes. Eternas gracias sean dadas al amabilísimo Crucificado… En el año de 1672 estuve rodeado de cruces casi sin, interrupción…» Y así continúa. Sus enemigos tradicionales, oratorianos y jansenistas, a los que ahora se sumarán los lazaristas, no cejaron en su empeño de sembrarle de dificultades todos los caminos. En Roma impidieron que llegara a buen término la aprobación canónica de la Congregación de Jesús y de María; en París le hicieron caer en desgracia de Luis XIV, que le desterró de la corte.

 Por su parte los jansenistas atacaban su ortodoxia. «Me cargan con trece herejías —escribía la víctima—. El motivo de toda su cólera está en que me opuse en todas partes a sus novedades, que sostengo en alto la fe en la Iglesia y la autoridad del Romano Pontífice y que he quemado un libro detestable compuesto contra la devoción a la Santísima Virgen.» Llegaron a sobornar a su secretario para que le traicionase. En numerosas cartas expresa el padre Eudes la compasión que siente hacia sus calumniadores y el perdón que rebosa de su corazón. Pero no podía menos de defenderse. El rey encargó del asunto a la asamblea episcopal de la región, reunida en Meulan a fines de 1674; ella le declaró inocente de cuantas acusaciones se acumulaban contra su persona y su doctrina. A mediados de 1679 Luis XIV volvió a acoger en su gracia al Santo, le recibió en audiencia, alabó sus afanes apostólicos y le prometió su apoyo.

 Ya la vida del infatigable misionero tocaba a su fin. Consciente él más que nadie de la precariedad de su salud, convocó en junio de 1680 la primera asamblea de su instituto y en ella presentó la dimisión de su cargo de superior general. Dos meses no habían transcurrido cuando la enfermedad le rindió en el lecho. A sus hijos, que ansiosos le rodeaban, les habló de las alegrías del paraíso y de la eternidad, y de su gran indignidad. Les exhortó a la paz, les consoló de su muerte, les recomendó a Dios y les puso en manos de la Santísima Virgen.

 El 19 de agosto entregó su alma a Dios. Eran las tres de la tarde. Se consumaba el sacrificio de un hombre cuya vida entera fue un ascender a la cumbre del Calvario.

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17 de agosto.

 

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XX DOMINGO DURANTE EL AÑO
 

Este Evangelio, de San Mateo que la liturgia nos propone este domingo, nos revela muchas cosas sobre la persona de Jesús y sobre la oración. Por otro lado nuestro comportamiento en la oración revela generalmente muy bien la imagen que tenemos de Dios y por lo tanto de Jesucristo. Dicho más directamente según la imagen que tengamos de Dios es como rezamos.

Si nuestro Dios es el de los filósofos, un Dios inmutable, solamente, que no cambia nunca, no hay ninguna razón para rezarle, en el sentido de pedir alguna cosa. Si Cristo, no tiene nada que ver, desde su naturaleza humana, con nosotros también es inútil la oración. El Evangelio de hoy nos muestra un Cristo desconcertante, que utiliza palabras muy duras, aparentemente, con una mujer pagana.

Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. La persona de Cristo es divina. Su humanidad es asumida por la divinidad. Esto es un misterio. Santo Tomás explica que la humanidad de Cristo, al estar unida al Verbo, tenía la visión beatífica. El Evangelio refiriéndose a la humanidad de Cristo nos dice que crecía en edad, sabiduría y gracia, en el sentido de que esas cosas se iban manifestando en él con el transcurrir del tiempo. Con esto presente, desde el misterio, el Evangelio asume un sentido que es muy hermoso. Significa que el encuentro de Jesús con otra persona que lo pone en relación con sus deseos lo hace manifestar más claramente su propia misión. Esto quiere decir que también nosotros, pobres seres humanos, podemos, dealguna manera, inducir a Dios a “cambiar de idea”.

Hasta ese momento de su vida humana, Jesús no había predicado sino a la gente de Judea y la recepción de su mensaje estaba conociendo dificultades crecientes. En la primera parte de este capítulo 15 de Mateo, Jesús ha tenido una acalorada controversia con los Fariseos y Escribas de Jerusalén sobre el sentido de la tradición, y ha decidido dejar el territorio de Israel para dirigirse a las regiones de Tiro y Sidón. Cuando la mujer cananea le pide que cure a su hija, Él la rechaza, diciendo que ha sido “mandado a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Utiliza después una imagen, aquella de una familia donde el pan es servido a los hijos y no a los perritos (la palabra griega se traduce en diminutivo: ‘Tois kynaríois’) que dan vuelta alrededor de la mesa. Por otro lado, parece que así, perritos, llamaban los judíos a los paganos. Lo cierto es que esta imagen deja abierta una ventana que la mujer percibe hábilmente. Ella se asoma por esa ventana y responde con astucia que los perritos pueden nutrirse con las migas que caen de la mesa y que pertenecen a la familia. Delante de una fe tan grande, Jesús “comprende” que esta mujer, y todos aquellos que tienen una fe similar, pertenecen también a la casa de Dios y que entonces su misión corresponde a ellos. Y cura a su hija.

Todos los personajes espirituales de la Biblia son personas llenas de deseos, y no tienen miedo de expresarlo a Dios, también con fuerza. Sus oraciones son como la de enamorados que aman bien y no se dejan tentar de manipular al ser amado, sino que esperan solamente que sus deseos correspondan a los de la persona amada. Aquí se indica un camino de crecimiento espiritual, porque ofrece la posibilidad de un encuentro con Dios, también si este encuentro puede tomar forma de un desencuentro al principio.

Sucede como cuando un niño, expresa a los suyos sus deseos, se pone en relación con la realidad del mundo que lo rodea y tiene así la posibilidad de crecer en esta relación entre sus deseos y aquellos del resto del mundo. Estos deseos podrán atenderse, en parte, en todo o nada. Pero el niño que no los expresa no llega a ningún lado y además no es sano no expresar los deseos, en el cumplirse o no sus deseos se da la posibilidad de la madurez en el crecimiento. ¡Cuanto nos hace falta este tipo de relación como sociedad, como comunidad y familia!

La mujer del Evangelio de hoy afrontó un gran riesgo expresando su deseo: el riesgo de recibir una respuesta negativa. En este expresarse ante Jesús la relación con Él cambia, se modifica. Y lo interesante es que en cada relación profunda, las dos personas son transformadas, enriquecidas. En esta relación también Jesús ha dado y misteriosamente, en algún sentido, también ha recibido.

No dudemos entonces también nosotros presentarnos delante de Dios con nuestros deseos y nuestras necesidades, ciertos que, en este encuentro con Dios y nuestros deseos no serán quizás atendidos exactamente como quisiéramos, pero nuestra relación con Dios será transformada. Es este el fin último de la oración.

Que María Santísima nos ayude en nuestro crecimiento en la oración. La oración es esencial para una vida en Cristo. Cuando nos expresamos ante Dios con sinceridad siempre crecemos ante Él, porque aún siendo inmutable Cristo, de alguna manera, cambia ante la oración sincera, no para satisfacer nuestros caprichos, sino para hacernos madurar a su imagen.

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15 de agosto.

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LA ASUNCIÓN DE NUESTRA SEÑORA

La vida de la Virgen es toda ella una fulgurante sucesión de divinas maravillas. Primera maravilla: su Inmaculada Concepción. Ultima maravilla: su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos. Y, entre la una y la otra, un dilatado panorama de gracia y de virtudes en el cual resplandecen como estrellas de primera magnitud su virginidad perpetua, su divina Maternidad, su voluntaria y dolorosa cooperación a la redención de los hombres.

 La perpetua virginidad de María y su divina Maternidad fueron ya definidos como dogmas de fe en los primeros siglos del cristianismo. La Inmaculada Concepción no lo fue hasta mediados del siglo XIX. Al siglo XX le quedaba reservada la emoción y la gloria de ver proclamado el dogma de su Asunción en cuerpo y alma a los cielos.

 Memorable como muy pocos en la historia de los dogmas aquel 1 de noviembre de 1950. Sobre cientos de miles de corazones, que hacían de la inmensa plaza de San Pedro un único pero gigantesco corazón —el corazón de toda la cristiandad—, resonó vibrante y solemne la voz infalible de Pío XII declarando ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial.

 Esta suprema decisión del Romano Pontífice es el coronamiento de un proceso multisecular. Nosotros gustamos el dulce sabor de ese fruto sazonado de nuestra fe, pero su savia y sus flores venían circulando y abriéndose en el jardín de la Iglesia desde la más remota antigüedad cristiana.

 En la encíclica Munificentissimus Deus, que nos trajo la jubilosa definición del dogma, se hace un minucioso estudio histórico-teológico del mismo. Siglo tras siglo y paso por paso se va siguiendo con amoroso deleite el camino recorrido por la piadosa creencia hasta llegar, ¡por fin!, a la suprema exaltación de la definición ex cathedra.

 En efecto, ya desde los primeros siglos cristianos palpita esta verdad en el seno de la Iglesia. Es una verdad perenne como todas las contenidas en el sagrado arcano de la Revelación. Pero en el correr de los tiempos aquella suave palpitación primera fue acentuándose y haciéndose cada vez más fuerte, más insistente, más apremiante.

 Comienza la encíclica recordando un hecho. Nunca dejaron los pastores de la Iglesia de enseñar a los fieles, apoyándose en el santo Evangelio, que la Virgen Santísima vivió en la tierra una vida de trabajos, angustias y preocupaciones; que su alma fue traspasada por el fiero cuchillo profetizado por el santo anciano Simeón; que, por fin, salió de este mundo pagando su tributo a la muerte como su Unigénito Hijo… ¡Ah! Pero eso no impidió ni a unos ni a otros creer y profesar abiertamente que su sagrado cuerpo no estuvo sujeto a la corrupción del sepulcro ni fue reducido a cenizas el augusto tabernáculo del Verbo divino.

 Esa misma creencia, presente y viviente en las almas, fue tomando formas tangibles y grandiosas dimensiones a medida que la tierra se fue poblando de templos erigidos a la Asunción de la Virgen María. Sólo en España son 28 las catedrales consagradas a la Virgen en ese su sagrado misterio. Y si los templos son muchos, infinitamente más son las imágenes que pregonan a voces el triunfo de la Madre de Dios. Añadid ahora las ciudades, diócesis y regiones enteras, así como Institutos religiosos que se han puesto bajo el amparo y protección de María en esta gloriosa advocación, y tendréis un definitivo argumento de la pujanza de dicha creencia en la masa del pueblo cristiano.

 También los artistas, fieles intérpretes del pensamiento cristiano a través de los tiempos, han rivalizado a su vez en la interpretación plástica del gran misterio asuncionista. Ya en el famoso sarcófago romano de la iglesia de Santa Engracia, en Zaragoza, muy probablemente de principios del siglo IV, aparece una de estas representaciones. El tema se repite después con una profusión deslumbradora en telas, en marfiles, en bajorrelieves, en mosaicos. Basta recordar los nombres de Rafael, Juan de Juanes, el Greco, Guido Reni, Palma, Tintoretto, el Tiziano… Y no son todos. A la misma altura y con la misma elocuencia que ellos con sus pinceles, proclamaron su fe con su gubia nuestros incomparables imagineros del Siglo de Oro, reproduciendo el episodio en retablos desbordantes de luz y colorido.

 Pero de modo más espléndido y universal aún —comenta la encíclica de la definición— se manifiesta esta fe en la sagrada liturgia. Ya desde muy remota antigüedad se celebran en Oriente y Occidente solemnes fiestas litúrgicas en conmemoración de este misterio. Y de ellas no dejaron nunca los Santos Padres de sacar luz y enseñanzas, pues sabido es que la liturgia, siendo también una profesión de las celestiales verdades…, puede ofrecer argumentos y testimonios de no pequeño valor para determinar algún punto particular de la doctrina cristiana.

 Podrían multiplicarse indefinidamente los testimonios de las antiguas liturgias, que exaltan y ponderan la Asunción de María. Unos brillan por su mesura y sobriedad, como, generalmente, los de la liturgia romana; otros se visten de luz y poesía, como los de las liturgias orientales. Pero todos ellos concuerdan en señalar el tránsito de la Virgen como un privilegio singular. Dignísimo remate, indispensable colofón reclamado por los demás privilegios de la Madre de Dios.

 Pero lo que sobre todo emociona y convence es ver cómo la Asunción se abrió camino con tal éxito y señorío entre las demás solemnidades del ciclo litúrgico, que muy pronto escaló la cumbre de los primeros puestos. Ello estimula eficazmente a los fieles a apreciar cada vez más la grandeza de este misterio. San Sergio I, al prescribir la letanía o procesión estacional para las principales fiestas marianas, enumera juntas las de la Natividad, Anunciación, Purificación y Dormición de María. Más tarde, San León IV quiso añadir a la fiesta, que para entonces había ya recibido el título de Asunción de María, una mayor solemnidad litúrgica, y prescribió se celebrara con vigilia y octava, y durante su pontificado tuvo a gala participar él mismo en su celebración, rodeado de una innumerable muchedumbre de fieles. Fue durante muchos siglos hasta nuestros días una de las fiestas precedidas de ayuno colectivo en la Iglesia. Y no es exagerado afirmar que los Soberanos Pontífices se esmeraron siempre en destacar su rango y su solemnidad.

 Los Santos Padres y los grandes doctores, tanto si escriben como si predican a propósito de esta solemnidad, no se limitan a celebrarla como cosa admitida y venerada por el pueblo cristiano en general, sino que desentrañan su alcance y contenido, precisan y profundizan su sentido y objeto, declarando con exactitud teológica lo que a veces los libros litúrgicos habían sólo fugazmente insinuado.

 Cosa fácil sería entretejer un manojo de textos patrísticos como prueba palmaria de lo que venimos diciendo. Bástenos el testimonio de San Juan Damasceno, del que el mismo Pío XII asegura que «se distingue entre todos como testigo eximio de esta tradición. considerando la Asunción corporal de la Madre de Dios a la luz de sus restantes privilegios». «Era necesario —dice el Santo— que aquella que en el parto había conservado ilesa su virginidad conservase también sin ninguna corrupción su cuerpo después de la muerte. Era necesario que la Esposa del Padre habitase en los tálamos celestes. Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz, recibiendo en el corazón aquella espada de dolor de la que había sido inmune al darlo a luz, le contemplase sentado a la diestra del Padre. Era necesario que la Madre de Dios poseyese lo que corresponde al Hijo y que por todas las criaturas fuese honrada como Madre y sierva de Dios.»

 Parecidos conceptos expresa San Germán de Constantinopla. Según él la raíz de este gran privilegio de María está en la divina Maternidad tanto como en la santidad incomparable que adornó y consagró su cuerpo virginal. «Tú, como fue escrito —le dice el Santo—, apareces radiante de belleza y tu cuerpo virginal es todo santo, todo casto, todo y por esta razón es preciso que se vea libre de convertirse en polvo y se transforme, en cuanto humano, en una excelsa vida incorruptible: debe ser vivo, gloriosísimo, incólume y partícipe de la plenitud de la vida.»

 Siguiendo esta misma trayectoria, los pastores de la Iglesia, los oradores sagrados, los teólogos de todos los tiempos, empleando unas veces el lenguaje sobrio y circunspecto de la ciencia teológica, y hablando otras veces con la santa libertad de la entonación oratoria, en períodos rozagantes de vibrante y encendida elocuencia, han acumulado un sinnúmero de razones que con mayor o menor fuerza parecen exigir y reclamar este hermoso privilegio de María. En su afán de penetrar en la entraña misma de las verdades reveladas y mostrar el singular acuerdo que existe entre la razón teológica y la fe, pusieron de relieve la conexión y la armonía que enlaza la Asunción de la Virgen con las demás verdades que sobre Ella nos enseña la Sagrada Escritura. Para ellos este gran privilegio es como una consecuencia necesaria de amor y la piedad filial de Cristo hacia su Santísima Madre, y encuentran sus raíces bíblicas en aquel insigne oráculo del Génesis que nos presenta a María asociada con nuestro divino Redentor en la lucha y la victoria contra la serpiente infernal. Y por lo que al Nuevo Testamento se refiere, consideran con particularísimo interés las palabras con que el arcángel saludó a María: Dios te salve, la llena de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre las mujeres. Según ellos el misterio de la Asunción puede ser un complemento lógico de la plenitud de gracia otorgada a la Virgen y una particular bendición, contrapuesta por el Altísimo a la maldición que recayó un día sobre la primera mujer.

 El alma de María estuvo siempre exenta de toda mancha; su cuerpo inmaculado no experimentó nunca la mordedura de la concupiscencia; su carne fue siempre pura y sin mancilla, como puros y sin mancilla fueron siempre su espíritu y su corazón. En María todo fue ordenado, nada hubo de lucha pasional, ninguna inclinación al pecado, todo respiraba elevación, virginidad y pureza, ¿Cómo, pues, podría un cuerpo que era todo luz y candor convertirse en polvo de la tierra y en pasto de gusanos? Y aún cobra mayor fuerza esta argumentación si tenemos en cuenta que la carne de María era y es la carne de Jesús: de qua natus est Iesus. ¿Podría Cristo permitir que aquel cuerpo inmaculado, del que se amasó y plasmó su propio cuerpo, sufriera la humillante putrefacción del sepulcro, secuela y efecto del pecado original? Si el desdoro y humillación de la madre redunda y recae siempre sobre los hijos, ¿no redundaría sobre el mismo Hijo de Dios esta humillación de la Virgen, su Madre?

 El cuerpo de María había sido el templo viviente en que moró durante nueve meses la persona adorable del Verbo encarnado. En ese cuerpo virginal puso el Altísimo todas sus complacencias. Lo quiso limpio de toda mancha. Para ello no escatimó mimos de Hijo ni prodigios de Dios, primero al ser concebido en el seno de Santa Ana, y después al encarnarse en sus entrañas el Hijo del Altísimo. Y si realizó tales prodigios, que implican una rotunda derogación de las leyes por Él mismo establecidas, ¿puede concebirse siquiera que no lo preservara después de la corrupción del sepulcro, cuando para ello bastaba anticipar una prerrogativa que al final de los tiempos disfrutarán todos los elegidos?

 El dogma de la Asunción de la Virgen, en estricto rigor teológico, puede entenderse y explicarse prescindiendo en absoluto del hecho histórico de su muerte. Su núcleo central lo constituye la traslación anticipada de María en cuerpo y alma a los cielos, sea que para ello rindiera tributo a la muerte (como lo hizo el mismo Jesucristo), sea que su cuerpo vivo recibiera inmediatamente el brillo de la suprema glorificación. No han faltado en el correr de los siglos, ni faltan tampoco en nuestros días, quienes juzgan más glorioso para María la glorificación inmediata, sin pasar por la muerte. A nosotros no nos seduce semejante postura, en la que más bien creemos descubrir un error de perspectiva.

 Creemos sinceramente que murió la Virgen, de la misma manera que murió su Hijo Jesucristo.

 «Quiso Dios que María fuese en todo semejarte a Jesús —dice el gran cantor de la Virgen San Alfonso María de Ligorio—; y, habiendo muerto el Hijo, convenía que muriera también la Madre.» «Quería, además, el Señor —prosigue el gran doctor napolitano— darnos un dechado y modelo de la muerte que a los justos tiene preparada; por eso determinó que muriera la Virgen María, pero con una muerte llena de consuelos y celestiales alegrías.»

 Creemos sinceramente que la Virgen murió. Si su cuerpo hubiera alcanzado la glorificación definitiva pasando sobre la muerte, ¿dejaría de haber en la primitiva literatura cristiana ecos de esa luz y de ese perfume? En la misma literatura canónica no se explicaría fácilmente que no quedaran vestigios de tan extraña y sorprendente maravilla…

 Pero no hay nada. Señal más que probable de que María entregó su vida en un dulcísimo sueño de amor, a la manera que un nardo que se consume al sol exhala en los aires su postrer aroma.

 Mas añadamos en seguida que su muerte fue muy distinta de nuestra muerte.

 «Tres cosas principalmente hacen a la muerte triste y desconsoladora: el apego a las cosas de la tierra, el remordimiento de los pecados cometidos y la incertidumbre de la salvación. Pero la muerte de María no sólo estuvo exenta de estas amarguras, sino que fue acompañada de tres señaladísimos favores, que la trocaron en agradable y consoladora. Murió desprendida, como siempre había vivido, de los bienes de la tierra; murió con envidiable paz de conciencia; murió, finalmente, con la esperanza cierta de alcanzar la gloria eterna» (San Alfonso).

 Nada de parecido puede haber, al punto de morir, entre Ella y nosotros. Ni angustias, ni apegos, ni gestos o tirones violentos. Todo en su dichoso tránsito fue apacible y gozoso como la luz que se va, deslizándose dulcemente, silenciosamente, sobre la tierra y el mar por primera y última vez, en excepcional rito fúnebre, la muerte dejó su fatídica guadaña para empuñar en sus manos una llave de oro. Era la llave del paraíso, cuyas puertas se abrían del par en par dejando paso a la Mujer aclamada con voz unánime por los bienaventurados como su Reina y Señora. Los poetas dirían que la muerte de María fue como «el parpadeo de una estrella que, al llegar la mañana, se esconde en un pliegue del manto azul del cielo; como el susurro de la brisa que pasa riendo a través de los rosales; como el acento postrero de un arpa; como el balanceo de una espiga dorada que mecen los vientos primaverales. Así se inclinaría el cuerpo de la Virgen María; así sería el último suspiro de su casto corazón; así brillarían sus ojos purísimos en la hora postrera».

 Esto nos dirían los poetas, tratando primero de adivinar y después de traducir a su lenguaje humano las realidades inenarrables del alma de María al despedirse de la tierra.

 Pero los teólogos nos han dicho más. Remontándose por encima de las realidades de este mundo visible, han querido penetrar en las raíces mismas de esa muerte única que fue la muerte de María, encontrando dichas raíces en la llama inextinguible de amor a su Dios, que consumió y redujo a pavesas su existencia terrena.

 San Andrés Cretense habla de un sueño dulcísimo, de un ímpetu de amor, expresiones que se repiten con frecuencia en otros Padres orientales, como Teodoro de Abucara, Epifanio el Monje, Isidoro de Tesalónica, Nicéforo Calixto, Cosme Vestitor y otros autores.

 Razonamientos similares añoran aquí y allí en los escritores ascéticos y en los más profundos teólogos, como Santo Tomás de Villanueva, Suárez, Cristóbal de Vega, Bossuet, San Francisco de Sales, San Alfonso María de Ligorio. Por ser ambos dos doctores de la Iglesia, citaremos unos textos bellísimos de los dos últimos autores.

 San Francisco de Sales escribe emocionado: «Y pues consta ciertamente que el Hijo murió de amor y que María tuvo que asemejarse a su Hijo en el morir, no puede ponerse en duda que la Madre murió de amor…, Este amor le dio tantas acometidas y tantos asaltos, esta llaga recibió tantas inflamaciones, que no fue posible resistirlas, y, como consecuencia, tuvo que morir…

 Después de tantos vuelos espirituales, tantas suspensiones y tantos éxtasis, este santo castillo de pureza, este fuerte de la humildad, habiendo resistido milagrosamente mil y mil veces los asaltos del amor, fue tomado por un último y general asalto; y el amor, que fue el triunfador, se llevó esta hermosa paloma como su prisionera, dejando en su cuerpo sacrosanto la fría y pálida muerte». Y en otro pasaje dice que, «como un río que dulcemente tornase a su fuente, así Ella se volvía hacia esta unión tan deseada de su alma con Dios… Y habiendo llegado la hora de que la Santísima Virgen debía abandonar esta vida, fue el amor el que verdaderamente hizo la división entre su cuerpo y su alma».

 El autor de Las glorias de María, a su vez, no cede en delicadeza y emoción al obispo de Ginebra. «Entonces se presentó la muerte —escribe el Santo—, no con ese aparato de luto y de tristeza que ostenta cuando se presenta para dar el golpe fatal a los demás hombres, sino rodeada de luz y de alegría. Digo que se presentó la muerte, y digo mal, porque no la muerte, sino el amor divino fue el que rompió el hilo de esta preciosa vida. Y así como una lámpara, antes de extinguirse, entre los últimos destellos lanza uno más brillante y luego se apaga, así también María. Y, al sentir que su Hijo la invitaba a que le siguiera, como una mariposa inflamada en las llamas de caridad, y exhalando grandes suspiros, da uno más intenso y más amoroso, y luego sucumbe y muere. De esta suerte aquella alma grande, aquella paloma del Señor, rompiendo los lazos que la aprisionaban a la tierra, levanta el vuelo y no para hasta llegar a descansar en la gloria bienaventurada, donde tiene su trono y reinará como Señora por eternidades sin fin.»

 Sobre las circunstancias de la muerte de María la tradición ha guardado un respetuoso silencio. Pero la piedad ardiente del pueblo cristiano supo tejer una dorada leyenda que, a partir del siglo V, ha iluminado el ocaso de aquella vida con fulgores de estrellas y revoloteos de espíritus celestes, con perfume de azucenas y músicas angélicas. La leyenda nace en el Oriente, pero muy pronto se difunde, en alas del fervor religioso, por todos los ámbitos de la cristiandad, que recibe con avidez todo cuanto exalta la gloria de su Reina. Primero se asoma a las páginas de los libros ascéticos; después se engalana con todas las preseas de la poesía, y por fin se adueña de todas las artes, encaramándose en los retablos de las catedrales, luciendo en la pintura y escultura y vibrando en la música.

 María recibe la palma de su triunfo de manos de un ángel; los apóstoles, dispersos a la sazón por el mundo, se congregan milagrosamente en torno a aquel lecho, que más que lecho mortuorio parece un altar; cantan los ángeles tonadas celestiales… Y Jesús desciende a recoger el alma de su Madre, que se desprende de su cuerpo como un fruto maduro se desprende del árbol.

 Los apóstoles sepultan aquel cadáver sacrosanto, y al tercer día asisten a su triunfal resurrección. He aquí, en síntesis, la dorada leyenda, a un tiempo lírica y dramática, cuyo relato ha enternecido a tantas generaciones cristianas.

 La piedad de nuestros tiempos, más ilustrados y más conscientes, no necesita de leyendas y fantasías para levantar a la Virgen al lugar que por su grandeza le corresponde. No reprochamos, sin embargo, a nuestros mayores su bella y deliciosa ingenuidad. Ni ella fue obstáculo para transformarlos a ellos en unos grandes enamorados de María, ni quiera Dios que nuestra petulante perspicacia nos impida a nosotros amarla tan apasionadamente como los buenos hijos han amado siempre a su madre.

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13 de agosto.

dos o tres en mi nombre

1. (Año II) Ezequiel 9,1-7;10,18-22

a) El profeta Ezequiel está en el destierro de Babilonia, pero, en espíritu, más bien se encuentra en Jerusalén y nos presenta un cuadro impresionante de matanzas y desgracias.

Un personaje misterioso -el hombre vestido de lino- marca en la frente a los que «gimen por las abominaciones que se cometen en la ciudad», o sea, a los que han resistido a la tentación de la idolatría y son fieles a la Alianza con Dios. Los que llevan esa marca se salvan: serán el «resto» de Israel. Los otros, empezando por los ancianos y dirigentes, son exterminados. Naturalmente los verdugos son los ejércitos babilonios. Pero aquí, dramáticamente, se atribuye la acción a la voluntad de Dios, que así se serviría de ellos como de instrumentos de su castigo.

Hay un detalle simbólico que deja un resquicio de optimismo: el profeta ve cómo la Gloria del Señor sale del Templo y se dirige, con los deportados, hacia el Norte. Esto se puede interpretar como castigo para los de Jerusalén: Dios les abandona a su suerte por tercos.

Pero, sobre todo, como signo de esperanza: Dios acompaña a los desterrados.

b) En medio de un mundo que nos puede parecer corrupto e idólatra, el «resto» de la nueva Israel, la Iglesia, deberíamos ser como el fermento y la semilla de una nueva humanidad. Porque Dios sigue teniendo planes de salvación. Sigue creyendo en la humanidad.

La visión de Ezequiel iba dirigida también a los judíos que ahora vivían en tierra pagana, Babilonia, rodeados de tentaciones religiosas y morales. Si los idólatras de Jerusalén eran castigados, igual destino podrían tener los idólatras del destierro.

La marca en la frente de las personas, que según Ezequiel es la garantía de su salvación, aparece de nuevo en el Apocalipsis, otro libro simbólico y guerrero. Las familias de los judíos, en Egipto, en la noche decisiva del paso del ángel exterminador, se libraron de la muerte por la marca de la sangre del cordero en sus puertas. En la visión de Ezequiel, se salvaron los que llevaban la señal en la frente. En el Apocalipsis, «los ciento cuarenta y cuatro mil sellados de Israel» (Ap 7,3).

Para nosotros, la marca salvadora es la Cruz de Jesús. Los que creemos en él, los que evitamos las idolatrías de este mundo, los que celebramos bien su Eucaristía -participando en su Cuerpo y Sangre de la Cruz y viviendo después coherentemente- estamos en el camino de la salvación y podemos ser el núcleo de la nueva humanidad, como el alma en el cuerpo, vivificando todas las realidades en que vivimos.

Conscientes de que, tanto si estamos dentro de las murallas seguras de Jerusalén como en la aventura dolorosa de un destierro, Dios está con nosotros para ayudarnos.

2. Mateo 18,15-20

a) Sigue el «discurso eclesial o comunitario» de Jesús, esta vez referido a la corrección fraterna.

La comunidad cristiana no es perfecta. Coexisten en ella el bien y el mal. ¿Cómo hemos de comportarnos con el hermano que falta? Jesús señala un método gradual en la corrección fraterna: el diálogo personal, el diálogo con testigos y, luego, la separación, si es que el pecador se obstina en su fallo.

b) Todos somos corresponsables en la comunidad. En otras ocasiones, Jesús habla de la misión de quienes tienen autoridad. Aquí afirma algo que se refiere a toda la comunidad: «lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo», «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Cuando un hermano ha faltado, la reacción de los demás no puede ser de indiferencia, que fue la actitud de Caín: «¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?». Un centinela tiene que avisar. Un padre no siempre tiene que callar, ni el maestro o el educador permitirlo todo, ni un amigo desentenderse cuando ve que su amigo va por mal camino, ni un obispo dejar de ejercer su gula pastoral en la diócesis. No es que nos vayamos a meter continuamente en los asuntos de otros, pero nos debemos sentir corresponsables de su bien. La pregunta de Dios a Caín nos la dirige también a nosotros: «¿qué has hecho con tu hermano?».

Esta corrección no la ejercitamos desde la agresividad y la condena inmediata, con métodos de espionaje o policíacos, echando en cara y humillando. Nos tiene que guiar el amor, la comprensión, la búsqueda del bien del hermano: tender una mano, dirigir una palabra de ánimo, ayudar a rehabilitarse. La corrección fraterna es algo difícil, en la vida familiar como en la eclesial. Pero cuando se hace bien y a tiempo, es una suerte para todos: «has ganado a un hermano».

Una clave fundamental para esta corrección es la gradación de que nos habla Cristo: ante todo, un diálogo personal, no empezando, sin más, por una desautorización en público o la condena inmediata. Al final, podrá ocurrir que no haya nada que hacer, cuando el que falta se obstina en su actitud. Entonces, la comunidad puede «atar y desatar», y Jesús dice que su decisión será ratificada en el cielo. Se puede llegar a la«excomunión», pero eso es lo último. Antes hay que agotar todos los medios y los diálogos. Somos hermanos en la comunidad.

Corrección fraterna entre amigos, entre esposos, en el ámbito familiar, en una comunidad religiosa, en la Iglesia. Y acompañada de la oración: rezar por el que ha fallado es una de las mejores maneras de ayudarle y, además, nos enseñará a adoptar el tono justo en nuestra palabra de exhortación, cuando tenga que decirse.

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10 de agosto.

En el Camarín de Santiago. Compostela, España.

En el Camarín de Santiago. Compostela, España.

Homilía para el XIX Domingo durante el año A

El relato de Jesús que camina sobre el agua, que Mateo, Marcos y Juan unen al milagro de la multiplicación de los panes, transmite una experiencia que dejó una impresión profunda sobre los discípulos de Jesús. Cada uno de estos tres Evangelistas relata los hechos de manera un poco diversa con respecto a los otros, pero siempre el relato encuentra su centro en el encuentro de Jesús con sus discípulos sobre el mar, y en las palabras sublimes y consoladoras de Jesús: “¡Ánimo!, que soy yo, no teman”.

Después de la multiplicación de los panes, Jesús invita a sus discípulos a dirigirse en barca hacia la otra orilla del lago, mientras Él, por su lado, después de haber despedido a la muchedumbre, va a la montaña a rezar. Entonces, muy de madrugada, va caminando a su encuentro sobre el agua. Marcos introduce aquí un detalle que puede resultar curioso, pero que es de una gran importancia. Dice que Jesús estaba como siguiendo de largo, “pasando junto a ellos”, cuando lo vieron. ¿Cómo hacía para pasarlos cuándo venía hacia su encuentro? La expresión es una alusión a una de las escenas más fuertes del Antiguo Testamento.

Moisés quería ver el rostro de Dios. Pero si veía a Dios, su rostro moría, por eso el Señor de dice: “haré pasar toda mi gloria delante de ti, y proclamaré mi nombre delante de ti” (Ex. 33, 19). Dios lo invitó entonces a ir sobre la cima del monte Horeb, con estas palabras: «Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado». (Ex. 33, 21-22).

La historia de Elías (en la primera lectura) es una repetición de lo que le sucede a Moisés. Elías se esconde en el mismo lugar de la roca, “Y he aquí que Yahveh pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas ante Yahveh” (1 Re. 19, 11). Y cuando viene la brisa ligera, Elías hace la experiencia de Dios.

En realidad Dios pasa constantemente junto a nosotros. La más de las veces no somos conscientes de su paso, o porque estamos distraídos, o porque estamos replegados sobre nosotros mismos, o porque buscamos encontrarlo en los eventos extraordinarios, mientras pasa cercano a nosotros en la persona de un hermano, de un amigo, de un pobre que tiene necesidad de nuestra ayuda, de alguien que no me cae tan bien, etc.

Moisés fue enviado a su pueblo. Lo mismo sucede con Elías. Los discípulos, después de su encuentro con Jesús, se reencontraron inmediatamente sobre la otra orilla del lago, prontos a comenzar una nueva jornada de trabajo misionero con Jesús.

En nuestra vida, Dios nos da unos momentos de intensa intimidad con Él, como a Pedro, Santiago y Juan en el monte Tabor, y nosotros tal vez podemos decir como Pedro que hermoso es estar aquí, hagamos tres tiendas. Pero nuestra experiencia de Dios aquí abajo es la experiencia de un Dios que pasa muy simplemente junto a nosotros en la vida que nos rodea.

Pero si no tenemos una experiencia tan íntima y fuerte con el Señor nos anima la escena de Pedro. « ¡Ven! », le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzaba a hundirse, gritó: « ¡Señor, sálvame! » Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y le dice: «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?»

Comentando este pasaje, nos dice Agustín: “y el Señor le dijo: Ven… Pudo lo mismo que el Señor, no por sí, sino por el Señor. Lo que nadie puede hacer en Pablo o en Pedro, o en cualquier otro de los apóstoles, puede hacerlo en el Señor. Pedro caminó sobre las aguas por mandato del Señor, sabiendo que por sí mismo no podía hacerlo. Por la fe pudo lo que la debilidad humana no hubiera podido… A muchos les impide ser firmes su presunción de firmeza[1]. Debemos ser firmes pero no en nosotros, sino en el Señor.

Si en el mar tempestuoso de nuestra vida divisamos a Cristo no saquemos la mirada de Él, y menos para mirar la tormenta, porque si lo hacemos nos hundimos. Seamos personas de mucha fe. Pidámoslo con confianza a la Virgen, para transformar nuestra vida, nuestra familia y nuestra sociedad. Así sea.

_________________

[1] San Agustín, Sermones, Sermón 76, 5-9.

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8 de agosto bis.

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¿Cómo que la misa es aburrida? Rapapolvo del cardenal Dolan desmontando con emoción esa excusa

“¡La misa es tan aburrida!”

¿Cuántas veces vosotros, padres, habéis oído a vuestros hijos decir estas palabras el domingo por la mañana? ¿Cuántas vosotros, profesores y catequistas, cuando los preparáis para la misa? Y, admitámoslo, ¿cuántas veces nos lo hemos dicho a nosotros mismos?

¿Qué decimos ante una afirmación tan desafortunada y casi sacrílega?

Bien, para empezar, simplemente respondemos: ¡No, no lo es! Tal vez encuentres que la misa sea aburrida, pero es más tu problema que un defecto de la misa.

Hay muchas actividades importantes de la vida que podemos considerar «aburridas»: las visitas al dentista; los pacientes con insuficiencia renal me dicen que ir a diálisis tres veces a la semana no es nada emocionante; votar no es nada divertido. Pero las tres son importantes para nuestro bienestar y su valor no depende de nuestra euforia cuando las hacemos. La misa es, sin duda, más importante para la salud de nuestra alma que estos ejemplos.

Nuestro problema es el aburrimiento, y los comentaristas sociales dicen que hoy somos muy susceptibles al mismo, visto lo acostumbrados que estamos a titulares que duran treinta segundos o a cambiar de canal cuando el programa que estamos viendo nos hace bostezar.

Gracias a Dios, el valor de una persona o de un acontecimiento no depende de su tendencia a «aburrirnos» de vez en cuando. ¡La gente y los acontecimientos significativos no existen para entusiasmarnos, a no ser que seamos unos mocosos narcisistas y mimados!

Esto es especialmente verdad del Santo Sacrificio de la Misa. Creemos que cada Misa es la renovación del acontecimiento más importante, más crítico que ha ocurrido nunca: el sacrificio eterno, infinito de alabanza de Dios Hijo a Dios Padre, en una cruz en el Calvario, un Viernes llamado «Santo».

Si lo pensamos bien, los soldados romanos también estaban «aburridos» mientras se burlaban de Jesús y echaban los dados para ver cuál de ellos se quedaba con su túnica, la única propiedad que Él tenía.

Dos: no solemos ir a Misa para divertirnos, sino para rezar. Si las flores en el altar son bonitas; si la música es buena; si funciona el aire acondicionado; si la homilía es corta y llena de significado; si los participantes son amistosos… todo, seguramente, ayuda.

Pero la Misa funciona incluso cuando todo lo que he dicho antes no está -y, es triste decirlo, ¡a menudo no está!

Porque la Misa no es sobre nosotros, es sobre Dios. Y el valor de la Misa viene de nuestra simple y a la vez profunda convicción, basada en la fe, de que durante una hora el Domingo somos parte del más allá, elevados a lo eterno, partícipes del misterio, mientras nos unimos a Jesús en la acción de gracias, el amor, la expiación y el sacrificio que Él ofrece eternamente a Su Padre. Lo que Jesús hace siempre funciona y nunca es aburrido. La Misa no es una tarea rutinaria y tediosa que hacemos por Dios, sino un milagro que Jesús hace con y para nosotros.

Un señor me contó lo que significaba la comida familiar del domingo, el corazón de la semana cuando él era pequeño. ¡La comida era tan buena porque su madre cocinaba muy bien, y la mesa tan feliz porque su padre siempre estaba allí!

Incluso cuando se casó y tuvo sus propios hijos, iban a casa de sus padres para la comida dominical. Cuando sus hijos fueron más mayores le preguntaban si «tenían que ir», porque, sí, a veces la encontraban «aburrida». ¡Sí, tenéis que ir, porque no vamos por la comida, sino por amor, porque mamá y papá están ahí!

Se le llenaron los ojos de lágrimas mientras se acordaba de esto, porque cuando su madre y su padre envejecieron la comida no era tan buena ni la compañía tan chispeante, pero élnunca dejó de ir porque ese acontecimiento dominical tenía una significado muy profundo, aunque su madre quemara la lasaña y su padre diera cabezadas.

Y ahora, concluyó, daría lo que fuera para poder estar de nuevo allí, porque su madre ha fallecido y su padre está en una residencia de ancianos.

Ahora son él y su mujer los anfitriones de esa comida y él espera que sus tres hijos lleven, en un futuro, a sus esposas e hijos a la comida del domingo.

Veis, el valor de la comida del domingo no depende de la bondad de la comida; de lo caro que es el vino; de lo interesante que sea la conversación. Seguramente todo esto ayuda, pero lo que tiene real valor es el acontecimiento en sí mismo.

Lo mismo sucede con la comida del Domingo de nuestra familia espiritual: la Misa.

Hay gente que piensa que un partido en el estadio de los New York Yankees es aburrido; otros piensan lo mismo de la música country; hay gente que me dice que valores como la amistad, el voluntariado, la familia, la lealtad, la generosidad y el patriotismo están pasados de moda, ya no producen entusiasmo.

¡Diría que tienen un problema!

¡Y algunos me dicen que «la misa es tan aburrida…»!

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8 de agosto.

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SANTO DOMINGO DE GUZMAN

(† 1221)

Nació en Caleruega (Burgos), a fines de 1171. Su padre se llamaba Félix de Guzmán, «venerable y ricohombre entre todos los de su pueblo». Y era de los nobles que acompañaban al rey en todas sus guerras contra los moros. Y muy emparentado con la nobleza de entonces. Su madre, la Beata Juana de Aza, era la verdadera señora de Caleruega, cuyo territorio pertenecía a los Aza por derecho de behetría. Mujer verdaderamente extraordinaria, era querida y respetada por todos, muy caritativa, sinceramente piadosa y siempre dispuesta a sacrificarse por la Iglesia y por los pobres. De ella recibió Domingo su educación primera.

Hacia los seis años fue entregado a un tío suyo, arcipreste, para su educación literaria. Y hacia los catorce fue enviado al Estudio General de Palencia, el primero y más famoso de toda esa parte de España, y en el que se estudiaban artes liberales, es decir, todas las ciencias humanas, y sagrada teología. A esta última se dedicó Domingo con tanto ardor que aun las noches las pasaba en la oración y el estudio sobre todo de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres. Sobre estos textos sagrados iba él organizando en sus cuadernos una síntesis ordenada de toda la doctrina teológica.

Vivía solo, con su pequeño mobiliario y sus libros. Y así podía distribuir mejor su tiempo en el día y en la noche. Para mayor mortificación suprimió el vino, que en su casa tomaba. Suprimir el sueño para estudiar no era para él mortificación, sino gozo, pues la doctrina sagrada le embelesaba. Por eso su estudio tenía tanto de oración y de meditación como de estudio propiamente dicho. Tenía fama de vivir tan recogido, que más bien parecía un viejo que un joven de dieciocho o veinte Su vida anterior le había preparado para ello, tanto en su propia casa como en la de su tío el arcipreste.

Por aquellos tiempos de guerras casi continuas con los moros y entre los mismos príncipes cristianos, con arrasamientos de campos, de pueblos y ciudades, con dificultades enormes para traer de fuera lo que en un pueblo o en una región faltaba, eran, como no podía por menos de suceder, frecuentes las hambres, y en ciertos momentos espantosas. Por toda la región de Palencia se extendió una de esas hambres terribles que llevaban a la muerte muchas gentes. Domingo convirtió su cuarto en una Limosna, como entonces se decía, o sea en un lugar donde se daba todo lo que había y todo lo que se podía alcanzar. Y, claro está, en esa su habitación no quedaron bien pronto más que las paredes. ¡Ah! Y los libros en que Santo Domingo estudiaba, su más preciado tesoro. Tan preciado, que de ellos podía depender su porvenir. No había entonces librerías para comprarlos; había que copiarlos o hacerlos copiar; y de estas dos clases eran los libros de Domingo. Pero, además, esos libros suyos estaban llenos de anotaciones y resúmenes dictados por él mismo. Labor, como se ve, de dinero y de trabajo, nada fácil de realizar. ¡Y cómo duele desprenderse de un manuscrito propio —al que se tiene mas cariño que a un hijo— para nunca más volverlo o ver!…

Pues cuando a estos libros de Domingo les llegó su vez, ahí está ese tesoro suyo del alma para venderse también. ¿Que el corazón se le desgarra al venderlos? «Pero, ¿cómo podré yo seguir estudiando en pieles muertas (pergaminos), cuando hermanos míos en carne viva se mueren de hambre?» Esta fue la exclamación de Domingo a los que le reprochaban aquella venta. Y bien vale la exclamación por toda una epopeya. Pero hay todavía más: Domingo vendió cuanto tenía. Pero, ¿y las palabras del Señor: «Amaos como Yo os he amado?» ¿Y no quiso el mismo Cristo ser vendido por nosotros y para nuestro bien? A la Limosna, que Domingo había establecido en su propia habitación, llega un día una mujer llorando amargamente y diciendo: «Mi hermano ha caído prisionero de los moros». A Domingo no le queda ya nada que dar sino a sí mismo, Pues bien; ahí está él; irá a venderse como esclavo para rescatar al desgraciado por el cual se le rogaba.

Estos actos de Domingo conmovieron a Palencia; y entre estudiantes y profesores se produjo tal movimiento de piedad y caridad que se hizo innecesario vender libros ni vender personas, sino que de las arcas, en que se hallaba escondido, salió en seguida dinero suficiente para todo. Y hasta salieron de aquí algunos que luego, al fundar Domingo su Orden, le siguieron, consagrándose a Dios hasta la muerte. Y no sólo por Palencia corrió la voz de estos hechos, sino por todo el reino de Castilla, dando lugar a que el obispo de Osma, don Martín Bazán, que andaba buscando hombres notables para su Cabildo, viniese a Domingo, rogándole que aceptase en su catedral una canonjía.

  La aceptación de esta canonjía suponía para Domingo un paso decisivo hacia el ideal de vida apostólica con que soñaba. Estos Cabildos regulares bajo la regla de San Agustín, fundados durante el último siglo con espíritu religioso y ansias de perfección, con vida común y pobreza personal voluntaria, eran verdaderas comunidades religiosas, aunque en los últimos tiempos habían decaído mucho. El obispo de Osma, en cosa de seis años, tuvo que sustituir a nueve de sus doce canónigos por inobservantes. Por eso buscaba santos, como el joven Domingo, para sustituirlos. Y fue tan honda la reforma de este Cabildo, que perseveró en su vida de perfección hasta fines del siglo XV, en que todos los Cabildos de España se habían ya secularizado. Tenía Domingo unos veinticuatro años cuando aceptó esa canonjía. Y poco después, al cumplir la edad canónica de veinticinco, fue ordenado sacerdote.

  Desde el primer momento el canónigo Domingo comenzó a brillar por su santidad y ser modelo de todas las virtudes; el último siempre en reclamar honores, que aborrecía, y el primero para cuanto significaba humillaciones y trabajos. Su virtud atraía. Y, como de él se dijo en su vida de apostolado, nadie se acercaba a él que no se sintiese dulce y suavemente atraído hacia la virtud. Era entonces prior del Cabildo don Diego de Acevedo, elemento importante de esta reforma y sucesor del obispo don Martín a su muerte en 1201. A Domingo debieron elegirle subprior sus compañeros apenas le hicieron canónigo, pues como tal subprior aparece bastante antes de la muerte del obispo Bazán. En 1199 aparece también, como sacristán del Cabildo, es decir, director del culto de la catedral. Estos dos cargos obligaron a Domingo a darse más de lleno al apostolado y ser modelo de perfección en todo.

  A diferencia de los antiguos monjes, que alternaban la oración con el trabajo manual, los canónigos regulares debían dedicarse más de lleno que a la vida contemplativa, al culto divino y a los sagrados ministerios; a éstos, sobre todo, los que para ellos eran especialmente dedicados. Domingo, pues, como subprior del Cabildo y como sacristán, tendría a su cargo la enseñanza de la religión, que en la catedral se daba; la predicación no sólo en la catedral, sino también en otras iglesias que del Cabildo dependían, bautizar, confesar, dar la comunión, dirigir el culto, etc., todo ello junto con una vida de apartamiento del mundo y de pobreza voluntaria, teniéndolo todo en común a imitación de los apóstoles.

  El rey Alfonso VIII había encargado al obispo de Osma, don Diego de Acevedo, en 1203, la misión de dirigirse a Dinamarca a pedir para su hijo Fernando, de trece años, la mano de una dama noble. El obispo aceptó. Y por compañero espiritual de viaje escogió a Domingo, subprior suyo, dirigiéndose con él por Zaragoza a Tolosa de Francia. Pero allí observaron que toda esta región, y aun, al parecer, toda Francia, Flandes, Renania, y hasta Inglaterra y Lombardía, estaban, grandemente infectadas de perniciosas herejías. Los cátaros, los valdenses o pobres de Lyón, y otras herejías procedentes del maniqueísmo oriental, lo llenaban todo. Tenían hasta obispos propios. Y hasta llegaron a celebrar un concilio, presidido por un tal Nicetas, que se decía papa, venido de Constantinopla. Los poderes civiles, en general, de manera más o menos solapada, les favorecían. Su aspecto exterior era de lo más austero: vestían de negro, practicaban la continencia absoluta y se abstenían de carnes y lacticinios. Negaban todos los dogmas católicos, la unicidad de Dios, la redención por la cruz de Cristo, los sacramentos, etc., etc. Con la afirmación de dos dioses, uno bueno y otro malo, su religión venía a ser solamente una actitud pesimista frente a la vida, de la cual había que librarse por esa austeridad y mortificaciones con las que deslumbraban a las muchedumbres.

  Desde San Bernardo, sobre todo, se venía luchando contra ellos sin conseguir apenas resultado alguno. En esta zona de Francia se les llamaba albigenses, por tener en la ciudad de Albi uno de sus centros principales. Providencialmente la misma primera noche de su estancia en Tolosa tuvo Domingo ocasión de encontrarse cara a cara con uno de ellos, su propio huésped, quedando horrorizado. Le pidió razón de sus errores, y el hereje se defendió como pudo. Y así la noche entera. Hasta que, al fin, el hereje, profundamente impresionado por el amor y la ternura con que le hablaba Domingo, reconoció sus propios errores y abandonó la herejía. A la mañana siguiente Acevedo y Domingo continuaron su viaje a Dinamarca, donde cumplieron bien su misión, aunque el matrimonio, concertado así por poder o por procurador, no llegó jamás a consumarse, a pesar de un segundo viaje hecho en 1205 por los mismos dos embajadores. Los cuales habían descubierto al norte de Europa un mundo no ya de herejes, sino de paganos, con mucho mayores dificultades para su evangelización, mundo que ya no se borrará jamás de su alma.

  Vueltos Acevedo y Domingo a Provenza, y conociendo más y más los estragos de la herejía, que todo lo iba dominando, pues se servía de toda clase de armas, la calumnia, el incendio, el asesinato…, decidieron quedarse allí. La lucha entre herejes y católicos era sumamente desigual. Pues, además de que los herejes no reparaban en medios, tenían bandas de predicadores que iban por todas partes propagando su doctrina. Por parte de los católicos, en cambio, sólo podían predicar los obispos o algunos delegados suyos; y algunos, muchos menos, delegados del Papa, pero siempre, y en todo caso, con misiones muy concretas de tiempos y lugares. Además, los herejes apenas tenían otros dogmas que negaciones. Pero, en cambio, alardeaban de practicar a la perfección la moral evangélica y acusaban a la Iglesia de no practicar nada de lo que enseñaba. Para esto se fijaban, sobre todo, en la forma como venían a predicarles los legados pontificios, que solían venir con grande pompa y boato, por creer que lo contrario hacia desmerecer su autoridad.

  En el seno de la Iglesia hacía un siglo que se venían haciendo reformas en Cabildos catedrales, como hemos visto, y en Ordenes religiosas, como la de Cluny, la del Cister y otras. Pero estas reformas no siempre lograban, mantenerse en el primer fervor y con frecuencia fracasaban por completo, a poco de haberse iniciado.

  Además, estas comunidades, por mucha perfección que practicasen, vivían separadas del pueblo, mientras que los herejes vivían con el mezcladísimos. Por otra parte, al pueblo suelen preocuparle menos los dogmas que la moral, y cree siempre más en las obras que en las palabras. Cuando el obispo de Osma y el subprior llegaron a darse cuenta por completo de la situación, comenzaron a advertir al Papa que no era nada a propósito para combatir a los herejes presentarse como sus legados se presentaban. Entre aquella inmensa corrupción, que lo inundaba todo, comenzaban a sentirse por doquier ansias de verdadera vida evangélica, y se hacía cada vez más claro que para conquistar al mundo, tan extraviado y corrompido, había que volver al modo de predicar y de vivir que los mismos apóstoles practicaron.

  En la primavera de 1207 hubo un encuentro en Montpellier entre algunos legados cistercienses del Papa, por una parte, y el obispo de Osma y Domingo, por otra, sobre el sistema a seguir en la lucha contra los herejes. El de Osma renunció a todo su boato episcopal para abrazar con Domingo la vida estrictamente apostólica, viviendo de limosnas, que diariamente mendigaban, renunciando a toda comodidad, caminando, a pie y descalzos, sin casa ni habitación propia en la que retirarse a descansar, sin más ropa que la puesta, etc., etc. Domingo por ese tiempo ya no quería que le llamasen subprior ni canónigo, sino tan sólo fray Domingo, y su obispo se había adaptado también perfectamente a esta pobreza de vida.

  Con estas cosas el aspecto de la lucha contra los herejes fue cambiando más y más a favor de los católicos. Los misioneros papales aumentaron notablemente en cantidad y calidad, llevando una vida enteramente apostólica y repartiéndose por toda la región en torno a ciertos centros escogidos. Domingo se quedó en un lugarcito llamado Prulla, cerca de Fangeau, junto a una ermita de la Virgen y algunas pocas viviendas, pero con buenas comunicaciones. Era ya predicador pontificio y delegado del Papa para dar certificados de reconciliación con el sello de toda la Empresa Misional. Este sello contenía solamente la palabra Predicación. Al jefe de la misión, en este caso a Domingo, se le llamaba magister praedicationis. Se fundaron no pocos de estos centros; pero como el personal de la misión, en general, era temporero, a los pocos meses comenzaron a cansarse y se fueron a sus abadías, quedando en pie solamente el centro de Prulla, que dirigía y sostenía Domingo.  Por este mismo tiempo comenzó Domingo a reunir en Prulla un grupo de damas convertidas de la herejía, a las que él fue dando poco a poco algunas normas y reglas de vida, que más tarde se convirtieron en verdaderas constituciones religiosas, calcadas sobre las mismas de los dominicos. Y habiéndose ido a sus abadías los abades cistercienses que formaban el grupo principal de la misión; habiéndose ido, por otra parte, a Osma don Diego de Acevedo para arreglar sus asuntos y volver a Francia, cosa que no pudo realizar por sorprenderle la muerte; habiendo sido asesinado el principal legado del Papa y director de aquella gran misión, las cosas cambiaron súbitamente, y Domingo, cuando más ayudas necesitaba, se quedó solo. El asesinato de Pedro de Castelnau se atribuyó al conde de Tolosa, por lo cual éste fue excomulgado, el Papa exoneró a sus súbditos de la obediencia debida y promovió contra él una cruzada, capitaneada por Simón de Montfort, que marca uno de los períodos más sangrientos y difíciles de toda esta época.

  Domingo no era partidario de estos procedimientos; para defender la religión no aceptaba otras armas que los buenos ejemplos, la predicación y la doctrina; por lo cual, cuando toda aquella región era el escenario de una guerra de las más sangrientas, él se recluyó en Prulla, para sostener allí, cuando menos, un grupito de compañeros, que ya tenía, y otro grupo mayor de mujeres convertidas, base del convento de monjas que allí se estaba formando. En 1212 quisieron hacerle obispo de Cominges; pero él rehusó humildemente, alegando que no podía abandonar la formación de esta doble comunidad, en edad tan tierna todavía.

  En 1213, calmada un poco la guerra, aparece Domingo predicando la Cuaresma en Carcasona. En esta ciudad, emporio de la herejía, peligraba hasta la vida de los predicadores; se les escupía, se les tiraba piedras y barro, se les dirigía toda clase de insultos y calumnias; y precisamente por eso Domingo tenía a esta ciudad un especial cariño. El obispo le nombró vicario suyo in spiritualibus, es decir, en cuanto a la predicación, al confesonario, a la reconciliación de herejes, etc., pero no en causas judiciales o administrativas. Al año siguiente le nombró capellán suyo, es decir párroco en Fangeaux (25 de mayo de 1214). En 1215 el arzobispo Auch, con el voto unánime de sus canónigos, quiso hacerle obispo de Conserans, diócesis sufragánea suya. Domingo vuelve a resistirse con invencible tenacidad.

  Estando en Fangeaux una noche en oración, parece haber tenido una revelación especial, de la cual, como es natural, no queda documento fehaciente; queda solamente un monumentito de tiempo posterior llamado Seignadou. Y allí parece haber tenido el Santo cierta visión que le impresionó grandemente. ¿La revelación del rosario? Los santos nunca suelen sacar al público estos secretos. Entrar con más detalles en esto de la fundación del rosario no es cosa nuestra. La tradición, unánime hasta tiempos muy recientes, avalada por gran multitud de documentos pontificios y con multitud de argumentos de toda clase, a Santo Domingo atribuye la fundación del rosario.

  Desde 1214 vuelve Domingo a sus continuas andanzas de predicación y apostolado, y en plan verdaderamente apostólico. Los testigos del proceso de su canonización nos ofrecen datos abundantísimos. Nunca iba solo, sino con un compañero por lo menos, pues Jesucristo enviaba a sus discípulos a predicar de dos en dos. Solía llevar consigo un bastón con un palito atravesado en lo alto, como empuñadura. Uno de estos bastones se conserva todavía en Bolonia. Ninguna clase de equipaje ni bolsillos ni alforjas, sino tan sólo, en la única túnica remendada y pobrísima con que se cubría, una especie de repliegue sobre el cinturón, en el que llevaba el Evangelio de San Mateo, las Epístolas de San Pablo y una navajita sin punta, sin duda para cortar el pan duro que pidiendo de puerta en puerta le daban. Iba ceñido con una correa, a estilo de los canónigos de San Agustín a que pertenecía.

  Caminaba siempre descalzo. Lo cual dio lugar a que un hereje se le ofreciese en cierta ocasión como guía para conducirle a un lugar desconocido, en que tenía que predicar. Lo llevó por los sitios más malos, llenos de piedras y espinos, de modo que al poco rato Domingo y su compañero llevaban los pies deshechos y ensangrentados. Domingo entonces comenzó a dar gracias a Dios y al guía, porque con aquel sacrificio, decía, era bien seguro que su predicación produciría gran fruto. Y así fue, porque hasta el mismo guía se convirtió.

  En los caminos iba siempre hablando de Dios y predicando a los compañeros de viaje. Y cuando esto no era posible se separaba del grupo y comenzaba a cantar himnos y cánticos religiosos. Cuando el concilio de Montpellier, para diferenciarles de los herejes, prohibió a los predicadores católicos ir descalzos, Santo Domingo llevaba sus zapatos al hombro y sólo se los ponía al entrar en pueblos y ciudades. Ninguna defensa llevaba en sus viajes contra el sol, aun en lo más ardiente del verano, ni contra la lluvia o la nieve. Y cuando llegaba a un pueblo con su túnica de lana empapadísima y le invitaban a que, como todos los demás, se acercase al fuego para secarse, él se disculpaba amablemente yéndose a rezar a la iglesia. A consecuencia de lo cual solía estar lleno de dolores, en los que se gozaba. Sus mortificaciones eran continuas e inexorables. Su camisa estaba tejida con ásperas crines de cola de buey o de caballo, como declaran en su proceso las señoras que se la preparaban. Por debajo de ella tenía otros cilicios de hierro y, fuertemente ceñida a la cintura, una cadena del mismo metal, que no se quitó hasta su muerte. Con cadenillas de hierro también se disciplinaba todas las noches varias veces. No tuvo lecho jamás, y, cuando en sus viajes se lo ponían, lo dejaba siempre intacto, durmiendo en el suelo y sin utilizar siquiera una manta para cubrirse, aun en tiempos de mucho frío. En los conventos ni celda siquiera tenía, pasando la noche en la iglesia en oración en diversas formas, de rodillas, en pie, con los brazos en cruz o tendido en venia a todo lo largo. Para morir tuvieron que llevarle a una celda prestada. Parcísimo en el comer, ayunaba siempre en las cuaresmas a sólo pan y agua.

  Jamás tuvo miedo a las amenazas que los herejes continuamente le dirigían. El camino que desciende a Prulla desde Fangeaux era muy a propósito para emboscadas y asaltos. Y, sin embargo, casi a diario lo recorría Domingo bien entrada la noche. Un día unos sicarios, comprados por los herejes, le esperaban para matarle. Mas providencialmente aquel día no pasó por allí el siervo de Dios. Y, habiéndole encontrado tiempo más tarde, le dijeron que qué hubiera hecho de haber caído en sus manos, a lo cual Domingo les respondió: «Os hubiera rogado que no me mataseis de un solo golpe, sino poco a poco, para que fuese más largo mi martirio; que fuerais cortando en pedacitos mi cuerpo y que luego me dejaseis morir así lentamente, hasta desangrarme del todo». ¡Qué grandeza! ¡Que amor a la cruz y al que en ella quiso por nosotros morir!

  Dejemos a Domingo seguir en sus ininterrumpidas predicaciones. Por el mes de abril dos importantes caballeros de Tolosa se le ofrecieron a Domingo para seguirle, no como los demás discípulos que le acompañaban, sino incorporándose plenamente con él, con un juramento o voto de fidelidad y de obediencia. Uno de ellos, Pedro Seila, iba a heredar de su padre tres casas en la ciudad de Tolosa, y de aquí salió la primera fundación de dominicos, pues antes del año estaban las tres llenas de gente. El obispo, al aprobarles la fundación, había declarado a Domingo y a sus compañeros vicarios suyos en orden a la predicación, y esto en forma permanente y sin especial nombramiento, cosa hasta entonces completamente desconocida en la historia de la Iglesia. Como no podemos seguir paso a paso esta historia, baste recordar que, cuando, en vez del obispo, sea el Papa el que tome una determinación parecida en orden a Domingo y sus compañeros, la Orden de Predicadores quedará fundada. Los compañeros de Domingo eran todos clérigos y vestían, como él, túnica blanca, como los canónigos de San Agustín. Y Domingo se preocupó inmediatamente de buscarles un doctor en teología que les pusiera clase diaria, a fin de prepararles para la predicación. Primero doctores y luego predicadores.

  Por el mes de noviembre de 1215 celebróse en Roma el IV Concilio de Letrán, el más importante acaso de la Edad Media. En este concilio, canon 13, se prohibió la fundación de nuevas Ordenes religiosas. ¿Qué sería de la recién nacida, aunque aún no confirmada por Roma, Orden de Predicadores? El Papa, sin embargo, declaró, como ampliación de ese canon prohibitivo, que admitiría fundaciones con tal de que se acogiesen a una de las antiguas reglas, completada en los detalles por especiales constituciones, para mejor adaptarlas a los tiempos. Esto lo dijo el mismo Inocencio III a Domingo, asegurándole que cuantas constituciones adicionales le propusiese él se las confirmaría. Pero, unos meses después, muere el Papa y es elegido Honorio III. Domingo había reunido a sus hijos el día de Pentecostés de 1216 para redactar esas nuevas constituciones, que son aún hoy la base de las constituciones de la Orden dominicana; pero, cuando quiso ir a Roma, para que el Papa cumpliese su palabra de confirmárselas, el Papa era nuevo y se resistía a prescindir de un canon del concilio para aprobar una Orden que con tantas novedades se presentaba. Sobre todo lo de la predicación, como privilegio concedido a los dominicos sólo por serlo, levantaba por todas partes una grande oposición. Había también en esta nueva Orden otras novedades, por ejemplo, las constituciones hechas por Domingo, a diferencia de las de todas las Ordenes religiosas existentes, eran leyes meramente penales, pues no obligaban a culpa, sino a pena. Además, la doctrina de las dispensas se cambiaba por completo. No sólo se dispensaba una ley por no poder cumplirla, sino también cuando, aun pudiendo, estorbaba a otra ley o precepto de orden superior y más directamente conducente al fin último de la Orden, etc., etc.

  El Papa, sin embargo, quería y veneraba mucho a Domingo, y cuanto más le iba tratando más le veneraba y le quería. Y, al fin, después de algunas vacilaciones y muchas consultas, dio su bula de 21 de enero de 1217, concediéndole a Domingo la confirmación deseada. Y tan amigo de Domingo y protector de su Orden llegó a ser que desde esa fecha hasta 1221, por agosto, en que Domingo expiró, le fueron dirigidos por el Papa sesenta documentos entre bulas, breves, epístolas, etc., llegando a eximirle de pagar los gastos que todos estos documentos debían pagar en la curia pontificia.

  Por este tiempo, estando Domingo en Roma, se le aparecieron una noche en oración los apóstoles San Pedro y San Pablo y, entregándole un báculo y un libro, le dijeron ambos a la vez: «Ve y predica». Esto lo refirió el mismo Domingo más tarde a alguno de sus hijos, que lo transmitió a la historia.

  Confirmada la Orden, volvió Domingo a Francia, y el 15 de agosto de 1217 reunió a sus dieciséis discípulos en Tolosa, para dispersarles por el mundo contra la opinión de casi todos, incluso algunos obispos amigos. De estos dieciséis dominicos envió siete a París, dándoles por superior al único doctor con que hasta entonces contaba, fray Mateo de Francia, y poniendo, además, entre ellos dos con fama de contemplativos, uno de éstos su propio hermano. A España envió cuatro. Tres los dejó en Tolosa, y los otros dos se quedaron en Prulla, donde, además de las monjas, habían comenzado a congregarse hacía algunos años un grupito de discípulos. Poco tiempo más tarde envió también religiosos a Bolonia, al lado de la otra universidad de fama mundial que entonces brillaba.

  En 1219 visitó Domingo su comunidad de París, que tenía ya más de treinta dominicos, varios de ellos ingresados en la Orden con el título de doctor. De este modo, no sólo tenían derecho a enseñar, sino que podían hacerlo en su propia casa, que ya entonces estaba establecida en lo que fue después, y vuelve a ser hoy, famosísimo convento de Saint Jacques. En Bolonia le sucedió una cosa parecida, pues en 1220, por la acción del Beato Reginaldo, doctor también de Paris, y otros varios, que por él habían ingresado, en la Orden, la universidad se encontraba en las más íntimas relaciones con los dominicos. Podemos decir que tanto el convento de París como el de Bolonia comenzó a ser desde el principio una especie de Colegio Mayor, o, aún más, una sección de la misma universidad, incorporada a ella totalmente.

  En 1220 las herejías de cátaros, albigenses, etc., se habían extendido muchísimo por Italia, especialmente por la región del norte. El papa Honorio III, para detener los progresos de la herejía, determinó organizar una gran Misión. Pero, en vez de poner al frente de ella algún cardenal como legado suyo, o algunos abades cistercienses, encomendó la dirección a Domingo, no sólo con facultad para declarar misioneros a cuantos quisiese de sus propios hijos, sino también para reclutar misioneros entre los mismos cistercienses, benedictinos, agustinos, etc. Esto era una novedad que, aunque presentida, llamó mucho la atención. Seguir las peripecias de esta gran misión nos es absolutamente imposible. Domingo acabó en ella de agotar sus fuerzas por completo. Venía padeciendo mucho de varias enfermedades, sin querer cuidarse lo más mínimo ni dejar de predicar un solo día muchas veces y a todas horas.

  El día 28 de julio por la noche llegó a su convento de Bolonia verdaderamente deshecho y casi moribundo. Pero no quiso celda ni lecho, sino que, como de costumbre, después de predicar a los novicios, se fue a la iglesia a pasar la noche en oración. El 1 de agosto no pudo levantarse del suelo ni tenerse en pie, y por primera vez en su vida aceptó que le pusieran un colchón de lana en el extremo del dormitorio, y poco después en una celda, que le dejaron prestada, pues en la Orden no hubo nunca dormitorios corridos, sino celditas, en las que cabía un colchón de paja —de lana para los enfermos— y un pupitre para estudiar y escribir. La intensidad de la fiebre le transpone a ratos. Otras veces toma aspecto como de estar en contemplación y otras mueve los labios rezando, otras pide que le lean algunos libros; jamás se queja; cuando tiene alientos para ello habla de Dios, y la expresión de su rostro demacrado sigue siempre dulce y sonriente.

  El 6 de agosto habla a toda la comunidad del amor de las almas, de la humildad, de la pureza, condición necesaria para producir grande fruto. Después hace confesión general con los doce padres más graves de la comunidad, que más tarde declararon no haber encontrado en él ningún pecado, sino muy leves faltas.

  Después, ante la sospecha, que le sugirieron, de que quisieran llevar a otra parte su cuerpo, dijo: «Quiero ser enterrado bajo los pies de mis hermanos”. Y viéndoles a todos llorar, añadía: «No lloréis, yo os seré más útil y os alcanzaré mayores gracias después de mi muerte». Y ante una súplica del prior levantó las manos al cielo, diciendo: «Padre Santo, bien sabes que con todo mi corazón he procurado siempre hacer tu voluntad. He guardado y conservado a los que me diste. A Ti te los encomiendo: Consérvalos, guardalos». Y volviéndose a la comunidad, preparada para rezar las preces por los agonizantes, les dijo: «Comenzad». Y, al oír: «Venid en su ayuda, santos de Dios», levantó las manos al cielo y expiró. Era el 6 de agosto de 1221, cuando no había cumplido aún cincuenta años. Ofició en sus funerales el cardenal Hugolino, legado del Papa, al que había de suceder bien, pronto, y que le había de canonizar.

  Una de las monjas admitidas por él en el convento de San Sixto, de Roma, hace de Domingo la siguiente descripción, confirmada por el dictamen técnico que sobre su esqueleto se dio en 1945, al abrir su sepultura, por temor de que fuese Bolonia bombardeada: «De estatura media, cuerpo delgado, rostro hermoso y ligeramente sonrosado, cabellos y barba tirando a rubios, ojos bellos. De su frente y cejas irradiaba una especie de claridad que atraía el respeto y la simpatía de todos. Se le veía siempre sonriente y alegre, a no ser cuando alguna aflicción del prójimo le impresionaba. Tenía las manos largas y bellas. Y una voz grave, bella y sonora. No estuvo nunca calvo, sino que tenía su corona de pelo bien completa, entreverada con algunos hilos blancos.»

  Fue canonizado por Gregorio IX en 1234. Y sus restos descansan en la magnífica basílica del convento de Predicadores de Bolonia, en una hermosísima y artística capilla.

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6 de agosto.

transfiguración 3

La Transfiguración del Señor

Dice San León que: “El fin principal de la transfiguración era desterrar del alma de los discípulos el escándalo de la cruz”. Por eso los llevó a un monte alto, para ilustrarlos acerca de su pasión, para hacerles ver que era necesario que el Cristo padeciese antes de entrar en su gloria, conforme a lo anunciado por los profetas (Lc 24,25); para sostener aquellos corazones atribulados y desfallecidos”. El escenario será el monte Tabor. El Tabor es un monte redondo, gracioso, solitario, que con sólo trescientos metros de altura, destaca por su figura excepcional y su separación de otras montañas. Situado en el extremo nordeste de la llanura de Esdrelón, dista de Cesarea setenta kilómetros. Es uno de los montes con más personalidad de toda Palestina. Su verdor contrasta con la desnudez de las alturas cercanas.

LA SUBIDA

El camino, siguiendo la vía del mar, es fácil y placentero. Bordeando el lago, se llega al pie del monte. Acompañan a Jesús Pedro, Santiago y Juan. Los mismos testigos de su agonía en Getsemaní, pues la glorificación del Tabor y el anonadamiento del huer­to son la cara y la cruz de todo el evangelio. Para que la correspondencia sea más rica, la cruz está presente en la glorificación y el consuelo no faltará en la cruz. Una reacción es igual, los discípulos se duermen en ambos escenarios. Casi siempre será lo mismo. Jesús solo en su luz inaccesible, en su dolor mortal. Al otro lado quedan los discípulos, incapaces por el sueño de ingresar en la esfera purísima de la aparición, y de compartir la gloria y la angustia del Señor. Paradojas: La agonía y la transfiguración. El bautismo y la transfiguración. La tesis y la antítesis se funden y se transparentan. No es posible encontrar un episodio de la vida de Jesús que sea sólo cruz o sólo gloria. Todos sus pasos llevan el sello de esa ambivalencia que llegará al extremo en el instante final de su vida, de supremo anonadamiento y exaltación. “Cristo se hizo obediente hasta la muerte de cruz y por eso el Padre lo exaltó”. A la humillación del bautismo, el Padre se hizo presente con la alabanza suprema: “Este es mi Hijo muy amado, en quien me complazco”. Son las mismas palabras que resuenan en el aire estremecido del Tabor, en la gloria de su rostro como el sol, de sus vestidos luminosos, pero acibaradas por su alusión al sufrimiento y a la ignominia. ¿Los apóstoles estaban acongojados por la atroz predicción de su Maestro? Su ternura compasiva aligera cada momento de su programa de obediencia al Padre, para que sirva de pro­vecho y enseñanza y aliento a aquellos hombres débiles que tanto ama.

EL RELATO DE LUCAS

“Unos ocho días después de este discurso cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, y sus vestidos refulgían de blancos. De pronto hubo dos hombres conversando con El, Moisés y Elías, que aparecían resplandecientes y habla­ban de su éxodo, que iba a completar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; pero se espabilaron, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con El. Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: -Maestro, viene muy bien que estemos aquí nosotros; podríamos hacer tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. No sabía lo que decía. Mientras hablaba se formó que los cubría. Salió de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo elegido. Escuchadlo. Cuando cesó la voz, Jesús estaba solo” (Lc 9,28).

MOISÉS Y ELÍAS. Y EN MEDIO, JESÚS.

La Ley y los Profetas, flanqueando el Evangelio, como en la mente de Dios y en su voluntad de salvación, que se había de cumplir en el tiempo. Igual que en el triunfo escatológico, cuando Jesucristo sea exaltado como rey y centro de todas las edades. Jesús, resplandeciente sobre un monte de la tierra. A diez kilómetros de Nazaret, por donde había caminado vestido de humildad, y de carne opaca. Ahora, desanuda el vigor y la belleza de su ser, reprimidos por las leyes de la encarnación, y permite que aparezcan, y fulguren, y fascinen a quienes los contemplan. Quiere que su alma, unida al Verbo y gozando la visión beatífica de Dios, desborde su gloria hasta redundar en el cuerpo, como hubiera sido siempre su estado connatural, si él no hubiera querido oscurecer sus efectos.

LA NUBE

Una nube los cubría. Es la nube. La nube de larga historia: aquella historia de Dios enlazada con la historia de los hombres, que denota la presencia del Señor. La nube cubrió  el taber­náculo (Ex 40,34). La nube garantizaba todas las intervenciones divinas: «El Señor dijo a Moisés: Yo vendré a ti en una nube, para que vea el pueblo que yo hablo contigo y tengan siempre fe en ti” (Ex 19,9). Esa nube cubre ahora a Jesucristo y de ella brota la voz poderosa: “Este es mi Hijo elegido, escuchadlo”. La nube que se había cernido sobre María en la Encarnación: “El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su som­bra, y por eso al que va a nacerlo llamarán consagrado, Hijo de Dios” (Lc 1,35). La nube que delata y ocul­ta; la nube, esa sombra que, como dice San Agustín, se produce siempre que la luz de Dios se encuentra con un cuerpo para alguna encarnación. La nube que acreditará el triunfo de Jesús en su ascensión (Hech 1,9), y en su retorno (Mc 13,26), cuando los que le hayan seguido se le incorporen, envueltos en nubes de victoria (1 Tes 4,17).

“NO TENGAIS MIEDO”

Añade Mateo: “Los discípulos cayeron sobre su rostro, presos de un gran temor. Se acercó a ellos Jesús y, tocándoles, dijo: Levantaos. No tengáis miedo” (Mt 17,6). Jesús provoca el temor y luego lo disipa. Es un temor que despierta al alma purificándola. Temor necesario para que no rebajemos la grandeza de Dios hasta el nivel de nuestra rutina o de nuestros proyectos mundanos. Jesús rectifica la imagen común del Reino hablando de padecimientos y muerte; después se lleva a los apóstoles hasta un monte y, entre nubes, manifiesta su gloria. Porque él es el Señor, cuyos pensamientos distan de los nuestros como el cielo de la tierra, y porque siempre busca el modo de consolar, no atemperando sus planes a nuestros deseos, sino haciéndonos levantar los ojos por encima de este mundo. El libro del Apocalipsis, libro de consolación escrito al final de la era apostólica, tras la persecución de Nerón y en vísperas de la de Domiciano, sigue este mismo método, no prometiendo milagros que eviten el dolor; sino definiendo la fugacidad de este tiempo y proclamando, contra los emperadores terrenos de pies de barro, la certidumbre del Cristo poderoso, transfigurado ya para siempre, anunciado ya anteriormente por la profecía de Daniel.

LA CADUCIDAD DE ESTE MUNDO

Baltasar, rey de Babilonia aún estaba temblando, por la visión de la mano que escribía sobre la pared su perdición, en medio del banquete sacrílego en el que habían profanado el rey y sus cortesanos y sus mujeres, los vasos sagrados del Templo de Jerusalén. Daniel le reveló el sentido de las fatídicas y enigmáticas palabras. Baltasar fue asesinado aquella misma noche. Le sucedió Darío y en su tiempo, Daniel tiene la visión que vamos a interpretar. Para comprender su mensaje, hemos de situarnos histórica y psicológicamente en el mundo del autor y en su mentalidad judía, profética y apocalíptica.

Daniel combina la historia y la mitología, con la tradición y el futurismo mesiánico, para crear la convicción de que al final de los tiempos el reino de Dios será entregado al pueblo de los santos de Dios, el resto de Israel, presidido por su Cabeza. Como al principio de la creación todo fue obra del «viento», del Espíritu, así ahora los cuatro vientos del cielo agitan el océano de modo que lo que salga de él será obra del «ruah» de Yahvé. Y aparecen cuatro bestias, identificadas con los cuatro imperios: babilónico, medo, persa y griego, manejados, en su espectacular poderío, por la providencia de Dios. Vio Daniel cuatro fieras que salían del océano: La primera, el león con alas de águila, rey del mundo animal, corresponde a la cabeza de oro de la estatua del capítulo segundo. Esta bestia, Darío, tiene «corazón de hombre», porque reconoció al Dios de Daniel, con lo cual dejó de ser una fiera que luchaba contra el reino de Dios: «El rey Darío escribió a todos los pueblos, naciones y lenguas de la tierra: Ordeno y mando: Que en mi imperio todos respeten y teman al Dios de Daniel. El es el Dios vivo que permanece siempre. Su reino no será destruido, su imperio dura hasta por siempre. El salva y libra, hace signos y prodigios en el cielo y en la tierra. El salvó a Daniel de los leones».

La segunda fiera, es un oso, que corresponde al pecho de plata de la estatua. Esta era el imperio medo. La tercera, el leopardo, que equivale a las piernas de bronce, es el imperio persa. Sus cuatro alas simbolizan la celeridad de sus conquistas en todas las direcciones, y sus cuatro cabezas la representación de los cuatro reyes de Persia que conoce la Biblia: Ciro, Jerjes, Astrajerjes y Darío el persa. La cuarta, horrible y espantosa, corresponde a los pies de hierro y de barro de la estatua, y representa el imperio griego, en cuyo tiempo vivía Daniel. Sus diez cuernos eran diez reyes contemporáneos. El undécimo, que «blasfemará contra el Altísimo e intentará aniquilar a los santos y cambiar el calendario y la Ley», era Antíoco IV Epífanes. Todos estos reinos habían sido reflejos de la acción de Dios en la tierra e instrumentos punitivos de su Providencia.

LA PROFECIA ESCATOLOGICA DE DANIEL 7,9

Hasta aquí la historia. A partir de este momento viene la profecía escatológica. La visión continúa. Un anciano de muchos años, sin principio ni fin, de blanca túnica y cabellera blanca, símbolo de la pureza y rectitud, a quien sirven miles y miles, se sienta en un trono de fuego purificador. Comienza el juicio y el insolente undécimo cuerno es matado, descuartizado y echado al fuego. A los demás se les deja vivos durante un tiempo. Cuando todo parece concluido, aparece la más sorprendente novedad, desenlace de toda esta visión apocalíptica. Entre las nubes del cielo viene como un hombre a quien se le da «poder, honor y reino». Extraordinario contraste porque mientras todos los reinos de la tierra vinieron del océano, el reino de Dios viene de arriba, del mismo Dios. No es como una fiera sino semejante a un ser humano. Es el rey mesiánico a quien se le da el «poder real y el dominio sobre todos los reinos bajo el cielo». Daniel identifica a este Mesías, hijo de hombre, con el pueblo de los santos. Es un mesianismo colectivo, definitivo y eterno. Profetiza el triunfo del Cristo total en su tensión escatológica, la gloria del Cuerpo Místico de Cristo, el fulgor de la Iglesia, como se lo aplicó a sí mismo Jesús al identificarse con el Hijo del Hombre, que vendría sobre las nubes del cielo y con cuantos creen en El. «¿Por qué me persigues?», le dirá a Pablo. Este es el rey de quien «Una voz desde la nube dice en el Tabor: “Escuchadle”» (Mc 9, 1).

¿EL HOMBRE JESUS NECESITABA CONFIRMACION?

¿El hombre Jesús ha quedado afectado por su opción por el camino de la cruz? A sus amigos ya les ha anunciado su pasión y muerte. La sombra amarga de la suprema humillación y aniquilamiento no pesa sólo sobre ellos, sino también sobre él; ¿acaso no es hombre de carne y sangre? Jesús necesita afirmarse y afirmar su identidad de Hijo de Dios, sobre todo en los más íntimos. Por eso: «Cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a la montaña a orar». Se transfiguró y sus vestidos resplandecían de blancura. Su realidad, que permanecía oculta, se manifestó. Dios le llenó desde dentro. Entrar en oración es llegar a la fuente fresca de la transfiguración, allí donde la luz tiene su manantial. Todo cambia en la oración. El encuentro de Jesús con su Padre fue confortador y estimulante. Glorificador. Dos hombres conversan con él de su «Éxodo». Los dos guías máximos de la fe de Israel, que han precedido a Jesús y le han esperado, ahora, como compañeros suyos, conversan con él de su muerte: «Yo para esto he venido» (Jn 12,27). Es el tema de mayor importancia y el que más preocupa a Jesús y a sus discípulos. Desde este momento Jesús ve su muerte como un éxodo al Padre. La transfiguración es una victoria oculta. Es como una luz que ilumina latiniebla de la pasión, como esperanza que desvela el sentido del camino de la muerte de Jesús y de los suyos. He ahí la pedagogía de la transfiguración y el punto culminante del evangelio. Viviremos siempre. “Si con él morimos, viviremos con él” (2 Tm 2,11). La muerte sólo es un episodio, un tramo necesario del camino, sin el cual no podemos llegar a la meta. Un túnel después del cual está la luz. «Somos ciudadanos del cielo». La transfiguración de Jesús es la transfiguración del hombre.

VISION DE SANTA TERESA

Cuenta Santa Teresa que hablando de Dios con el Padre García de Toledo, su confesor, vio a Jesús transfigurado que le dijo: «En estas conversaciones yo siempre estoy presente». Y el Padre se hizo presente y su voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el Elegido. Escuchadlo». Era como decirles: No os escandalicéis de su muerte en cruz, es mi voluntad y el único camino de la Redención. Ese hombre que camina hacia la muerte es mi Hijo, que no sólo tiene la naturaleza de Dios, sino que también recibe su poder. Seguid el camino que él va a recorrer. Su muerte y vuestra muerte terminarán en una glorificación transfigurada. Esa es la cara oculta de Jesús que no veíais. Estaba oculta y seguirá estándolo, pero ya habéis visto momentáneamente, que la oscuridad de la cruz, encubre la luz encendida e inmarcesible. Como Israel salió de Egipto en dirección a la tierra prometida, el éxodo de Cristo desde Jerusalén, irá de la muerte a la resurrección. A Pedro se le ha quedado grabada hondamente la escena y nos lo dice: «El recibió de Dios Padre el honor y la gloria cuando desde la grandiosa gloria se le hizo llegar esta voz: “Este es mi hijo, a quien yo amo, mi predilecto”. Esta voz llegada del cielo, la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada. Es una lámpara que brilla en la oscuridad, hasta que despunte el día y el lucero de la mañana nazca en vuestros corazones» (2 Pd 1,18). La Palabra del Padre nos invita a la obediencia a Jesús, cuya vida y palabra es el camino trazado por el Padre, que nos manda escucharle para caminar con Jesús en el desierto, hasta la crucifixión solemne, o pequeña y escondida, y la resurrección, ya que el Apóstol nos asegura que «transformará nuestra condición humilde según el modelo de su condición gloriosa, con esa energía que posee para sometérselo todo» (2 Cor 3,18).

¿QUÉ HAY DESPUÉS DE ESTA VIDA TEMPORAL?

Dice el Vaticano II: «Ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte que, a pesar de tantos progresos, subsisten todavía? ¿Qué hay después de esta vida temporal?» (GS 10). La Transfiguración del Señor da respuesta a estas preguntas, porque  “Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo», para que la humanidad pueda salvarse. Quería Pedro quedarse, ¡se estaba muy bien allí! Presiente y anhela la meta, el descanso y la plenitud consumada. No quiere pensar que hay que pasar por la muerte. San Agustín, ante el deseo de Pedro, le dice: “Desciende, Pedro. Tú, que deseabas descansar en el monte, desciende y predica la palabra… Trabaja, suda, padece a fin de que poseas por el brillo y hermosura de las obras hechas con amor, lo que simbolizan los vestidos blancos del Señor. Desciende a trabajar en la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado y crucificado en la tierra; porque también la Vida descendió para ser muerta, el Pan a tener hambre, el camino a cansarse de andar, la Fuente a tener sed”.

POR ESO CANTA GOZOSA LA IGLESIA

En la transfiguración, prenda de gloria, canta la Iglesia el Salmo 96: “El Señor reina, la tierra goza”. El Señor, se alegra la tierra entera y toda la naturaleza participa en la alegría general; todo el cosmos va a ser bendecido con el reinado del Señor. Toda la tierra, hasta las islas lejanas, que son los pueblos ribereños del Mediterráneo. El Señor aparece entre nubes y tinieblas para velar su majestad, pero precedido de fuego purificador y aislante entre el Santo y las criaturas contaminadas. El fuego anuncia que nadie puede oponerse a la obra de su santidad y justicia. Este salmo, anterior naturalmente al monte Tabor, reproduce la escena del Sinaí y recuerda la profecía de Habacuc 3,3. Pero su fuego y sus tinieblas no presagian calamidades y catástrofes, sino serenidad y equilibrio, justicia y sosiego. Exaltación y grandeza. Hemos sido y estamos siendo testigos de tantas injusticias, cataclismos y desmanes y abusos de los poderosos y corruptos, que, ante el anuncio de la paz del Señor y de su justa justicia, manifestada en la Transfiguración de su Hijo Jesús, sentimos un estremecimiento de gozo. Al contemplar la transfiguración celebramos su vida resucitada. Al celebrar la Eucaristía, velado por los accidentes del pan y del vino, comemos y bebemos al Jesús que se transfiguró y cuyos vestidos aparecieron blancos como la nieve, como los del anciano que describe Daniel: Sus cabellos como lana limpísima, su trono llamas de fuego, que son los caracteres de Dios Padre. Su acción ahora, aunque esté oculta a nuestros ojos, es la misma que la de entonces. «Cristo hoy y ayer, el mismo por los siglos» (Hb 13,8), preparando el lugar eterno y transfigurado que nos ha prometido. “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección ¡Ven, Señor Jesús!

DESCUBRIR LA TERNURA

Augusto Valensín, jesuita francés, escribe sobre la Transfiguración a la luz de los pensamientos que vivía esperando la muerte: “Estos son los sentimientos que me gustaría tener a la hora de la muerte: pensar que voy a descubrir la ternura. Yo sé que es imposible que Dios me decepcione. ¡Sólo esa hipótesis es absurda! Yo iré hasta él y le diré: No me glorío de nada más que de haber creído en tu bondad. May es donde está mi fuerza. Si esto me abandonase, si me fallase la confianza en tu amor, todo habría terminado. Porque no tengo el sentimiento de valer nada sobrenaturalmente. No, cuanto más avanzo por la vida, mejor veo que tengo razón al presentarme a mi Padre como indulgencia infinita.

Aunque los maestros de la vida espiritual digan lo que quieran, aunque hablen de justicia, de exigencias, de temores, el juez que yo tengo es aquel que todos los días se subía a la terraza para ver si por el horizonte asomaba el hijo pródigo de vuelta a casa. ¿Quién no querría ser juzgado por él? San Juan escribe; «Quien teme, no ha llegado a la plenitud del amor” (1 Jn 4, 18). Yo no temo a Dios, y el motivo no es tanto que yo le ame, como el que sé que me ama él. Y no siento necesidad de preguntarme por qué me ama mi Padre o qué es lo que él ama en mí. Me costaría mucho responder a estas preguntas. Sería totalmente incapaz de res­ponder. Pero yo sé que él me ama porque es amor; y basta que yo acepte ser amado por él, para que me ame efectivamente. Basta con que yo realice el gesto de aceptar. Padre mío, gracias porque me amas. No seré yo el que grite que soy indigno. Porque, efectivamente, amarme a mí tal como soy, es digno de tu amor esencialmente gratuito. Este pensamiento de que me amas porque te da la gana, me encanta. Y así puedo librarme de todos los escrúpulos, de la falsa humildad que descorazona, de la tristeza espiritual, de todo miedo a la muerte.

FUE COMO UN RELÁMPAGO

Jesús se encamina a la muerte con serenidad, seguro de que el triunfo culminará su vida, porque su muerte será provisional y pasajera. Jesús descubre que, cuando habla a sus apóstoles de su muerte, éstos se entristecen y tratan de disuadirle. No entienden que resucitará a los tres días. Ellos creían, como la mayoría de sus contemporáneos, en una resurrección al final de los tiempos. Aunque habían visto la resurrección del hijo de la viuda de Naín y de la niña de Jairo, no podían imaginar que regresara a la vida después de la muerte. Si moría ¿quién iba a resucitarle a él? Por eso Jesús decide anticiparles una hora de gloria, un relámpago de luz antes de que llegue la noche, como un  “anticipo” de la resurrección. ¿Pero, por qué no quiso mostrar su gloria a todos, sino que reservó este regalo a solos tres? ¿Podrían guardar un secreto tan grande entre los doce? Que lo vean tres, para que puedan testimoniarlo en la oscuridad. Los elegidos verán también de cerca la hora de su agonía en el huerto de los Olivos. Getsemaní y Tabor son como los dos extremos de la vida de Jesús. Allí es el estallido de la humanidad de Jesús, aquí es el estallido de su divinidad. Allí, el miedo y el dolor parecen sumergir la fuerza sobrenatural de Jesús. Aquí, es la luz de su gloria la que parece situarle fuera de las fronteras humanas. Conviene que sean los mismos testigos los que presencien estas dos horas extremas de su vida.

LA MARAVILLA DEL TABOR

Una gran calma rodeaba al Tabor. En el cielo no había ni una nube. Las zarzas y los cardos, ya desflorados ya y casi secos. Cuando llegaron a la cima, el Maestro comenzó su oración. Ellos, pronto se durmieron. No eran fáciles para la contemplación. También se dormirán en Getsemaní. De repente, les deslumbró un resplandor. Abrieron sus ojos y vieron que la luz procedía de Jesús. Su rostro brillaba. Los tres evangelistas cuentan la escena con detalles. Mateo ve al Maestro como más hermoso que el sol y vestido de luz. Pero los tres subrayan que la luz sale de él. Le pertenece como algo de su propia substancia: no es un rayo que viene de lo alto; sale de él, emana de él, radica en él. Vestido de luz se encuentra en su verdadero elemento. Es su estado más normal, dice Bernard. Fue como si hubiera desatado al Dios que era y lo tenía velado en su humanidad. Su alma de hombre, unida a la divinidad, desborda en este momento e ilumina su cuerpo. Si la alegría de un enamorado es capaz de transformar a un hombre, ¿qué no sería aquella tremenda fuerza interior de amor en llamas que Jesús contenía para no cegar a los que le rodeaban? Jesús levanta el velo que cubría su rostro y su fuerza interior desborda en su mirada, en su gesto, en sus vestidos. Los discípulos se sienten deslumbrados. Muchos años más tarde, san Pedro, como ya hemos dicho, recordará esta hora: “Con nuestros ojos hemos visto su majestad” (2 Pe 1, 16).

NO ESTABA SOLO

Aún no habían salido de su asombro ante aquel rostro refulgente cuando advirtieron que Jesús no estaba solo. Con él conversaban dos personalidades: Moisés y Elías. Los representantes de la ley y de los profetas. Moisés era el padre del pueblo judío cuyo rostro había visto el pueblo brillar cuando descendía del Sinaí. Elías era el profeta que había de anunciar la venida del Mesías. Hablaban. Y los apóstoles podían escuchar la conversación sobre su muerte y le animaban al dolor redentor. Su presencia anticipaba la del ángel consolador en el Huerto de la agonía. Los tres suplirán el aliento que no le dan los discípulos, entre quienes “busqué quien me consolara y no lo hallé”. Casi siempre será así. Pedro generoso, decidido, presuntuoso también, quiere vivir, hacerse notar, desea cumplir con los invitados, llenar su papel de entrega, de servicio y de protagonismo. Pero es generoso: ni piensa en él ni en los otros apóstoles, sino en Jesús y sus acompañantes. Los señores duermen en los palacios o, al menos, en tiendas. Los tres esclavos dormirán ante la puerta de las tiendas.

LA GRANDEZA DE DIOS ESTALLA COMO UNA TEMPESTAD

Comenta Lanza del Vasto: Entonces, en la cumbre del cielo, estalla la grandeza de Dios de manera que ni siquiera nos hubiéramos atrevido a soñar. Estalla como una tempestad, pero como una tempestad que habla. Barre las resistencias, hace callar todo delirio y todo pensamiento y toda visión. Y toda figura se borra en la nube luminosa y ya nada subsiste en el abismo tonante, salvo la sombra luminosa de la revelación. Los tres apóstoles comprenden que están ante algo definitivo y terrible. Por eso caen al suelo, “se prosternaron rostro en tierra, sobrecogidos de un gran temor” (Mt 17,6). Han  entrado en contacto con la divinidad. Caen en oración. La zarza ardiendo está ante sus ojos, dice Martín Descalzo.

JESÚS SOLO

Les toca el hombro y, cuando alzan la cabeza y abren los ojos, ya no ven a nadie sino a Jesús solo. Como sigue diciendo Lanza del Vasto, “ven la parte de él que está a su alcance. Porque Jesús ha vuelto a velarse con su carne para no abrasarles totalmente”. Todo vuelve a ser familiar y sencillo: el gesto de tocarles el hombro, su soledad entre los arbustos de la montaña, la sonrisa que acoge sus rostros aterrados. Al verle, se sienten felices de que la nube no les haya arrebatado a su Maestro como se llevó a Moisés y a Elías. Ni siquiera preguntan por ellos. Casi se sienten aliviados de que haya cesado la tremenda presencia y la luz de momentos antes. Este es su Jesús de cada día, con él se sienten protegidos. Pero están aturdidos. No vieron venir a los dos profetas, no los han visto marcharse. Muchas cosas se han aclarado en sus corazones. Ahora entienden mejor el porvenir. Con su transfiguración, se ha transfigurado también su destino. Si muere, no morirá del todo. Ellos han visto un retazo de su gloria. Ahora ya saben lo que su Maestro quiere decir cuando les habla de resurrección. Será algo como lo que ellos han tocado hoy con sus manos y sus ojos han visto. Han oído, además, la voz del Padre certificando todo lo que ellos ya intuían. Han interpretado esa voz como una consagración. Pedro lo recordará en su carta porque sabe que ha visto con sus ojos su grandeza y no sigue fábulas inventadas. Sabe que el Padre le ha dado el honor y la gloria y se siente feliz de que Dios le haya hecho conocer el poder y la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1 Pe 1, 16). Y los apóstoles ya no sabían si estaban llenos de terror o de entusiasmo. Sólo sabían que habían vivido una de las horas más altas de sus vidas.

ESCRIBEN GUARDINI Y MARTÍN DESCALZO

“Nos sentimos inclinados a creer que fue una visión. Sería lo justo si sólo nos atuviéramos a la interpretación del fenómeno. Esta nos diría que es una realidad trascendente a la experiencia humana. La índole de la aparición sugiere tal interpretación: la «luz”, no es la del universo, sino la de la esfera interior, luz espiritual; o la “nube”, palabra que designa una formación metereológica conocida de nosotros, sino una claridad velada y celestial que se manifiesta, pero resulta inaccesible. La irrupción súbita del fenómeno nos hace pensar también que se trata de una visión: los personajes se presentan y desaparecen de repente, sentimos el abandono de este lugar de la tierra visitado y abandonado después por el cielo. Pero visión no significa un fenómeno subjetivo, una imagen cualquiera producida por el yo, sino la manera en la que captamos una realidad superior a nosotros”.

Comenta Martín Descalzo: “No fue pues una invención, ni un sueño, fue una realidad percibida por los apóstoles en su mundo interior, fue el descorrimiento de un velo que mil veces habían intuido y nunca comprendido”. El mismo Guardini llama a este descubrimiento el fuego, esa unión misteriosa que hay entre el Hijo de Dios humano de Jesús y que hace de él un hombre hiperviviente en plenitud de vida humana pero elevada a dimensiones que jamás podremos los hombres entender. Su vida no es sólo la de un hombre que ama a Dios, ni siquiera la de un hombre invadido por Dios, sino la de un hombre que es verdaderamente Dios. Esto, que nosotros creemos y sólo a medias entendemos, fue entrevisto por un momento en la cima del Tabor. Esa unión misteriosa estalló en el rostro de Jesús, y los tres apóstoles vieron algo de lo que nosotros sólo veremos en el día final, cuando contemplaremos a Jesús enteramente, descubriendo ese arco de fuego que iluminaba y elevaba más allá de lo humano su humanidad. La transfiguración fue un rápido relámpago de la luz de la resurrección, de la verdadera vida que a todos nos espera, de esa gracia de la que tanto hablamos y nunca comprendemos. Esa noche los apóstoles no podrían dormir ni un momento, rumiando su visión. Jesús les prohibió contar a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre hubiera resucitado de entre los muertos (Mt 9,9). Les hubiera gustado hablar de ello y  profundizar en lo ocurrido. ¿Cómo compaginar lo que han visto con esa muerte a la que Jesús sigue aludiendo? ¿Y qué resurrección es ésa que parece más una supervida que un simple volver a vivir? Ellos creen que un día los muertos volverán a vivir, han visto volver a levantarse de la muerte a dos muchachos llamados a la vida por Jesús, pero lo que acaban de ver es mucho más. Y no logran descubrir la naturaleza de esa resurrección con la que Jesús será favorecido. Pero por qué si esta luz existe ya, hay que pasar por la muerte para llegar a ella. “Esto se les quedó grabado -dice Marcos-, aunque discutían qué querría decir aquello de resucitar de la muerte” (9, 10). Sólo después de la resurrección contaron lo que en este glorioso atardecer habían entrevisto.

EL JESÚS DE LA TARDE

Hacia ese horizonte de dolor se encamina ahora Jesús. Sus años de predicación han terminado. Ha expuesto ya a los hombres su mensaje con palabras. Tiene que demostrar, en una última semana trágica, que todo lo que ha dicho es verdad. Será necesario dejar las palabras, para que se vea sólo a la Palabra. Y Jesús se encamina hacia la muerte. Ya no es el muchacho feliz, que comenzó a predicar hace sólo dos años. ¡Cuánto ha envejecido! ¡Qué cruel ha sido su choque con la iniquidad humana! A ese Jesús de la noche  al que todos nos encontraremos en la frontera de nuestra muerte y nuestra resurrección, rezaba Santa Gertrudis, “¡Oh Jesús, amor mío, amor de la noche de mi vida! Alégrame con tu vista en la hora de mi partida. ¡Oh Jesús de la noche!, haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que saboree el descanso que tú has preparado para los que te aman”.

Un día como hoy en 1978 moría el papa Pablo VI, que el próximo octubre será beatificado por S. S. Francisco.

pablo vi s

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5 de agosto.

El sueño del patricio, obra de Bartolomé Esteban Murillo, que se conserva en el Museo del Prado, y en la cual se recrea el anuncio de la Virgen a Juan Patricio y su esposa del milagro que ha producirse.

El sueño del patricio, obra de Bartolomé Esteban Murillo, que se conserva en el Museo del Prado, y en la cual se recrea el anuncio de la Virgen a Juan Patricio y su esposa del milagro que ha producirse.

NUESTRA SEÑORA DE LAS NIEVES

Esta fiesta de la Santísima Virgen tiene su origen en la leyenda romana que las lecciones del Breviario de hoy nos recuerdan.

  En tiempo del papa Liberio, segunda mitad del siglo IV, existía en Roma un matrimonio sin hijos. Lo mismo Juan que su esposa pertenecían a la más alta nobleza. Eran excelentes cristianos y contaban con una gran fortuna que las numerosas limosnas a los pobres eran incapaces de agotar. Se hacían ancianos los nobles esposos y, pensando en el mejor modo de emplear su herencia, pedían insistentemente a la Madre de Dios que les iluminase.

  He aquí que la Virgen les declara de forma maravillosa sus deseos. A Juan Patricio y a su esposa se les aparece en sueños, y por separado, la Señora para indicarles su voluntad de que se levante en su honor un templo en el lugar que aparezca cubierto de nieve en el monte Esquilino. Esto ocurría la noche del 4 al 5 de agosto, en los días más calurosos de la canícula romana.

  Van los dos esposos a contar su visión al papa Liberio. Este había tenido la misma revelación que ellos. El Sumo Pontífice organiza una procesión hacia el lugar que había señalado la Madre de Dios. Todos se maravillaron al ver un trozo de campo acotado por la nieve fresca y blanca. La Virgen acababa de manifestar de este modo admirable su deseo de que allí se levantase en su honor un templo. Este templo es hoy día la basílica de Santa María la Mayor.

  ¿Qué valor tiene esta leyenda?

  Parece que no tiene ninguna garantía de veracidad. El cardenal Capalti aseguraba a De Rossi que, cuando los canónigos de esta basílica terminaban en coro las lecciones de la fiesta de Nuestra Señora de las Nieves y se disponían a entrar en la sacristía para dejar sus trajes corales, había uno bastante gracioso que solía decir que en toda la leyenda únicamente encontraba verdaderas estas palabras. «en Roma, a 5 de agosto, cuando los calores son más intensos».

  La leyenda no aparece hasta muy tarde. Seguramente en el siglo XI. El caso es que cuajó fácilmente en la devoción popular y un discípulo del Giotto la inmortalizó en unos lienzos que pintó para la misma basílica. En un cuadro aparece el papa Liberio dormido, con la mitra al lado; encima, ángeles y llamas, y, delante, la Virgen que le dirige la palabra. En otro cuadro aparece Juan Patricio, a quien se le aparece también la Virgen. Otra pintura nos presenta a María haciendo descender la nieve sobre el monte Esquilino.

  Murillo inmortalizó también esta leyenda en uno de sus cuadros. En él aparece el noble y piadoso matrimonio contando la visión al Papa, y en el fondo se contempla la procesión y el campo nevado.

  Otros artistas reprodujeron en sus cuadros este milagro y los poetas lo cantaron en sus versos.

  La devoción a la Virgen de las Nieves arraigó fuertemente en el pueblo romano y llegó a extenderse por toda la cristiandad. En su honor se levantan hoy templos por todo el mundo, y son muchas las mujeres cristianas que llevan este bendito nombre de la Santísima Virgen.

  Nuestra Señora de las Nieves es lo mismo que Santa María la Mayor, título que lleva una de las cuatro basílicas mayores de Roma. Las otras tres son: San Pedro del Vaticano, San Pablo Extramuros y San Juan de Letrán. La basílica de Santa María la Mayor parece ser que fue la primera iglesia que se levantó en Roma en honor de María y podemos decir, lo mismo que se afirma de San Juan de Letrán en un sentido más general, que es la iglesia madre de todas cuantas en el mundo están dedicadas a la excelsa Madre de Dios. Por esto, y por ser una de las iglesias más suntuosas de Roma, mereció el título de la Mayor. Así se la distinguía de las otras sesenta iglesias que tenía la Ciudad Eterna dedicadas a Nuestra Señora.

  Esta basílica ha pasado por bastantes vicisitudes a través de los tiempos. Ocupa el Esquilino, una de las siete colinas de Roma. En tiempo de la República era necrópolis y bajo el Imperio de Augusto, paseo público. Allí tenía el opulento Mecenas unos jardines. Allí estaba la torre desde la cual contempló Nerón el incendio de Roma y allí había un templo dedicado a la diosa Juno, al cual acudían las parejas de novios para implorar sus auspicios.

  Aquí quiso la Reina del Cielo poner su morada. En el corazón de la urbe penetra su planta virginal y los hijos del más glorioso de los antiguos imperios abrirán sus pechos al amor de tan tierna Madre.

  La primitiva iglesia no estaba consagrada a María. Se llamaba la basílica Sociniana. En su recinto lucharon los partidarios del papa Dámaso con los secuaces del antipapa Ursino. Esto sucedió a finales del siglo IV. En este tiempo se llamó también basílica Liberiana por su fundador, el papa Liberio.

  En el siglo V es reconstruida por Sixto III (432-440). Este mismo Papa es el que consagra el templo a la Virgen. Desde este momento el nombre de María se va a hacer inseparable de este templo.

  El concilio de Efeso había tenido lugar el año 431. Los padres del tercer concilio ecuménico acababan de proclamar la maternidad divina de María contra el hereje Nestorio. Era el primer gran triunfo de María en la Iglesia y una crecida ola de amor Mariano recorre toda la cristiandad de oriente a occidente. La maternidad divina de María es el más grande de los privilegios de María y la raíz de todas sus grandezas.

  Roma no podía faltar en esta hora de gloria Mariana. Este templo que renueva Sixto III en honor de la Theotocos es el eco romano de la definición de los padres de Efeso. La ciudad entera se apresta a levantar y hermosear esta basílica. Los pintores ponen sus pinceles bajo la dirección del Sumo Pontífice y las damas se desprenden de sus más vistosas joyas. Ahora es cuando la antigua basílica Sociniana se adorna con pinturas y mosaicos que celebran el misterio de la maternidad divina de María. Se levanta un arco de triunfo y sobre la puerta de entrada se lee una inscripción que empieza con estas palabras:

  «A ti, oh Virgen María, Sixto te dedicó este nuevo templo… «

  Las pinturas son de tema Mariano y generalmente relacionadas con la maternidad divina de María. Representan a la Anunciación, la Visitación, María con el Niño, la adoración de los Magos, la huida a Egipto y otras escenas de la vida de la Virgen.

  Las tres amplias naves de la basílica se enriquecieron con los dones de los fieles y los ábsides se adornaron de lámparas y mosaicos. Algunos de éstos son especialmente valiosos.

  En el siglo VII una nueva advocación le nace a esta iglesia: Santa María ad praesepe, Santa María del Pesebre. La maternidad de María acaba por llevar la devoción de los fieles al portal de Belén, a Jesús. Como siempre, por María a Jesús.

  Al lado de la basílica surge una gruta estrecha, obscura y recogida como la de Belén. Allí irán los papas a celebrar la misa del gallo todas las Nochebuenas, y para que la piedad se hiciese más viva se enseñaban los maderos del pesebre en el cual había nacido el Hijo de Dios y trozos de adobes y piedras que los peregrinos habían traído de Tierra Santa.

  Esta gruta llega a ser uno de los lugares más venerandos de la Ciudad Eterna. Los Romanos Pontífices la distinguen con sus privilegios. Gregorio III (731-741) puso allí una imagen, de oro y gemas que representaba a la Madre de Dios abrazando a su Hijo. Adriano I (762-795) cubrió el altar con láminas de oro, y León III (795-816) adornó las paredes con velos blancos y tablas de plata acendrada que pesaban ciento veintiocho libras.

  Son muchas las gracias que la Santísima Virgen ha concedido a sus devotos en este santo templo. Aquí organizó San Gregorio Magno unas solemnes rogativas con motivo de una terrible peste que asolaba la ciudad.

  El año 653 ocurrió en esta iglesia un hecho milagroso. Celebraba misa el papa San Martín cuando, al querer matarle o prenderle por orden del emperador Constante, el enarca de Ravena, Olimpo, quedó repentinamente ciego e imposibilitado.

  Basten estos hechos para demostrar el gran aprecio que los Sumos Pontífices han tenido para con este templo a través de la historia.

  Hoy mismo sigue siendo Santa María la Mayor una de las cuatro basílicas patriarcales de Roma cuya visita es necesaria para ganar el jubileo del año santo. De esta forma la Virgen de las Nieves sigue recibiendo el tributo de amor de innumerables peregrinos de todo el orbe católico.

  Actualmente es una de las iglesias más ricas y bellas de la ciudad de Roma. Conserva muy bien su carácter de basílica antigua. Tiene por base la forma rectangular, dividida por columnas que forman tres naves, techo artesonado, atrio y ábside.

  El interior de la basílica es solemne y armonioso. Las tres naves aparecen divididas por columnas jónicas. Contiene notables monumentos y tumbas de los papas.

  Tiene dos fachadas: la que mira al Esquilino, que es la posterior, y la que mira a la plaza que lleva el nombre de Santa María la Mayor. Esta, que es la principal, data del siglo VIII, y la posterior del XVII. El campanario, románico, es el más alto de Roma. Fue construido el año 1377.

  Sobre el altar mayor hay una imagen de María del siglo XIII, atribuida a Lucas el Santo, y en la nave se halla el monumento a la Reina de la Paz, erigido por Benedicto XV al terminar la primera guerra mundial. Su cielo raso está dorado con el primer oro que Colón trajo de América. En la plaza de Santa María la Mayor se yergue una columna estriada de más de catorce metros de altura. En la plaza del Esquilino se alza un obelisco procedente del mausoleo de Augusto.

  Santa María de las Nieves. He aquí una de las advocaciones más bellas de la Santísima Virgen. Ella, que es la Madre de Dios, Inmaculada, Asunta al cielo, Virgen de la Salud y del Rocío, es también Nuestra Señora de las Nieves.

  La nieve es blancura y frescor. Pureza y alma recién estrenada, intacta. Espíritu sin gravedad. ¡Cuán hermosamente tenemos representada aquí la pureza sin mancha de María!

  Nieve recién caída en el estío romano. La pureza al lado del calor sofocante de la pasión. Sólo Ella, como aquel trozo milagrosamente marcado por la nieve en la leyenda de Juan Patricio, es preservada del calor fuerte del agosto que es el pecado. Sólo Ella es sin pecado entre todos los hombres. Ella es blancura y candor. Ella refresca nuestros agostos llenos del fuego del pecado y la concupiscencia.

  Ni el copo de nieve, ni el ala de cisne, ni la sonrisa de la inocencia, ni la espuma de la ola es más limpia y hermosa que María.

Verdaderamente es ésta una fiesta de leyenda y poesía, María es algo de leyenda y poesía. Es la obra de Dios.

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