9 de julio.

Homilía para el XIV domingo durante el año A

El texto del Evangelio que hemos proclamado contiene algunos puntos de contacto con el Magníficat de la Virgen María, que son muy interesantes y extremadamente reveladores.

Antes que nada Jesús da gloria al Padre, por haber revelado “a los pequeños” lo que está escondido a los sabios y eruditos. Después invita a cada uno a cargar su yugo sobre las espaldas y a ser sus discípulos, porque dice “Yo soy manso y humilde de corazón”.

Los pequeños, los humildes, tienen un puesto especial en el Evangelio. El Padre profesa por ellos un amor preferencial. María es una de ellos, y lo proclama al inicio del Magníficat: “Mi alma engrandece al Señor… porque se inclinó a mirar la pequeñez de su sierva”. La palabra griega aquí utilizada tapeinôsin es traducida de diversos modos en las diversas traducciones de la Biblia: humildad, pequeñez, humilde condición. Ahora, se trata de la misma palabra que Jesús utiliza en el Evangelio de hoy cuando dice que él es manso y “humilde” de corazón (tapeinos). Es la misma palabra que utiliza María, otra vez más en su Magníficat, cuando dice que el Señor ha bajado del trono a los poderosos y exaltado a los “pequeños”, los humildes (tapeinous).

Cuando Jesús da gloria al Padre por haber revelado a los pequeños las cosas escondidas a los sabios, los pequeños de los cuales habla son sus discípulos. Y no eran ingenuos como niños. Eran hombres adultos, que sabían cómo comportarse en el mundo: Mateo, el cobrador de impuestos, sabía como hacer plata; Judas, el zelote, conocía el modo de hacer guerrilla; Pedro, Santiago y Juan eran pescadores, que sabían guiar la barca en el lago y tirar las redes. Ellos habían dejado todo para ser discípulos de Jesús. Cuando Jesús los invita –y nos invita- a la simplicidad de corazón, no nos invita a un comportamiento infantil o a una forma infantil de espiritualidad. Al contrario, nos invita a una forma mucho más exigente de pobreza de corazón. Nos invita a seguirlo como discípulos, y entonces a abandonar todas nuestras formas de seguridad, y especialmente nuestra sed de poder, del mismo modo en que sus discípulos habían abandonado todo para seguirlo.

La primera lectura, del libro de Zacarías, describe al Mesías que viene no como un rey potente en su caballo, sino como un simple y manso salvador que avanza sobre un burrito. Pablo, el fariseo sabio y autorizado, que fue como golpeado en el camino a Damasco, aprendió el camino de la humildad y de la pequeñez y la describe como la vida según el espíritu, distinta de la vida según la carne.

La principal característica del niño es su impotencia. El niño puede ser, a su modo, tan inteligentes como un adulto, puede, como él, amar y así sucesivamente. Pero como todavía no ha acumulado conocimientos, bienes materiales, relaciones sociales, está privado de poder, es impotente. Tan pronto como llegamos a ser adultos, queremos ejercer poder y control: en nuestra propia vida, en la de los demás, sobre de las cosas materiales, e incluso a veces sobre Dios. Es esto a lo que Jesús nos pide que renunciemos, cuando nos invita a ser “pequeños”.

Un ejercicio útil de conocimiento de nosotros mismos podría ser aquél de examinar las diversas formas en las que se expresa, en varios aspectos de nuestras vidas, nuestra sed de poder y cómo defendemos este poder una vez adquirido. Contemplemos entonces a nuestro Señor, que vino, no como un poderoso rey en un trono, sino en un burro, como profeta humilde y sin poder.

Miremos también la pequeñez de su sierva santísima, su madre, y con ella cantemos, con un gozo y una esperanza renovados: “Derribó a los poderosos de sus tronos, y exaltó a los humildes”. Podemos nosotros, un día, cantar todos juntos por los siglos de los siglos: “Bendito el Señor, Dios de Israel, porque miró la pequeñez de sus siervos”.

En Argentina celebramos una fiesta Patria, Día de la Independencia: aquel 9 de julio de 1816, Francisco Laprida preguntó a los 33 congresistas de Tucumán si querían ser una nación libre e independiente, la respuesta fue clamorosa y positiva; que hoy repitamos esa historia cuidando que nuestra nación, la República Argentina, sea libre e independiente de las presiones de afuera y también de las de adentro que, muchas veces, no respetan el bien común de nuestra nación. Que Dios nos ayude y la Virgen de Itatí, en su día, nos proteja. ¡Feliz día de la patria!

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