14 de noviembre. Misa en los Alcázares de santa María. Valldoreix

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11 de noviembre.

Lecturas del Domingo 32º del Tiempo Ordinario – Ciclo B

Primera lectura

Lectura del primer libro de los Reyes (17,10-16):

En aquellos días, el profeta Elías se puso en camino hacia Sarepta, y, al llegar a la puerta de la ciudad, encontró allí una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo: «Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba.»
Mientras iba a buscarla, le gritó: «Por favor, tráeme también en la mano un trozo de pan.»
Respondió ella: «Te juro por el Señor, tu Dios, que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en el cántaro y un poco de aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.»
Respondió Elías: «No temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después. Porque así dice el Señor, Dios de Israel: «La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra.»»
Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías, y comieron él, ella y su hijo. Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías.

Palabra de Dios

Salmo

Sal 145,7.8-9a.9bc-10

R/. Alaba, alma mía, al Señor

Que mantiene su fidelidad perpetuamente,
que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos. R/.

El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos. R/.

Sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta a los Hebreos (9,24-28):

Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros. Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces como el sumo sacerdote, que entraba en el santuario todos los años y ofrecia sangre ajena; si hubiese sido así, tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, al final de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo. Por cuanto el destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio. De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, a los que lo esperan, para salvarlos.

Palabra de Dios

Evangelio

Evangelio según san Marcos (12,38-44), del domingo, 11 de noviembre de 2018

Lectura del santo evangelio según san Marcos (12,38-44):

En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa.»
Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales.
Llamando a sus discípulos, les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»

Palabra del Señor

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Homilía para el XXXII Domingo durante el año B
Cada año conmemoramos en nuestras celebraciones litúrgicas el ciclo de los principales eventos de la vida de nuestro Salvador, Jesús, y proclamamos su enseñanza en el Evangelio, siguiendo un ciclo de 52 domingos, que llamamos año litúrgico, y que comienza con el primer domingo de Adviento. Estamos, entonces, muy cerca del fin de este ciclo, y las lecturas de los últimos domingos del año nos hablarán del fin de los tiempos. Una de las características de este fin de los tiempos, según el Evangelio, será la inversión de las situaciones: aquellos que no hubiesen tenido privilegios y hubiesen estado oprimidos en esta vida estarán en el gozo, y los privilegiados de este mundo que hubiesen vivido sin compasión por los menos afortunados estarán en el dolor. Este es el contexto en el cual es necesario entender el Evangelio de este domingo.
Encontramos un contraste entre ricos y pobres: los ricos representados por los escribas y fariseos, y los pobres representados por la viuda que pone sus moneditas de cobre (kodrantes, dice en griego, un cuadrante, un cuarto, es decir veinticinco centavos) en el Tesoro del Templo. Los turistas que viajan por el mundo, en algunos países llamados del tercer mundo, tienen frecuentemente la ocasión de dar moneditas a los pobres, sobre todo a los niños que corren detrás de ellos, uno lo ha visto en Egipto, en Brasil, y cada uno podrá poner datos de su experiencia. Es un gesto ciertamente recomendable, según mi opinión, pero no obligatorio.
Al mismo tiempo uno se da cuenta que hay algo anómalo en esta situación. La viuda del Evangelio al contrario, como aquella de la primera lectura, que da de comer al profeta Elías, son mujeres pobres que dan a los pobres. Dan de aquello que para ellas es esencial, y no superfluo.
Esto nos enseña algo muy hermoso sobre Dios. Si Dios fuera un rico que da de aquello que le sobra, estaría mejor representado por los escribas y fariseos del Evangelio, más bien, que por la viuda que pone su módico óbolo. ¿Pero no se puede decir, quizá, que Dios nos da no de su riqueza sino de su pobreza? Sí, porque Dios se ha revelado en Jesucristo, que se hizo pobre con nosotros y por nosotros. En Jesús de Nazaret Dios no se nos apareció como un rico turista que lanza moneditas a los niños pobres, sino, como un pobre que comparte con nosotros su vida.
Si el Evangelio no fuese más que una condena de la riqueza material, nosotros podríamos sentirnos a las anchas, porque nosotros, en la mayor parte, podríamos considerarnos, si no como pobres, al menos no propiamente como ricos, en el sentido de la opulencia. Y entonces las palabras duras, (o al menos exigentes) del Evangelio en relación a los ricos, no serían para nosotros. Pero el verdadero mensaje no está allí: el mensaje de Jesús es que Él se fija no tanto en lo que damos (poco o mucho), sino en aquello que somos, en nuestra propia vida, mira que nosotros vivamos al servicio de aquellos que nos circundan o que nos encontramos en el camino. Podríamos decir: no mira “qué damos”, si no, “si nos damos”.
Y creo que esto nos ayuda a comprender el sentido de los ministerios en la Iglesia de Dios. Aquellos que son ordenados presbíteros, u ordenados en otros ministerios, no reciben una suerte de banco de riquezas espirituales para distribuir como ricos turistas a niños pobres, sino que están invitados a darse a sí mismos en su pobreza personal como en su riqueza, a fin de que los dones de Dios puestos en todos y cada uno se manifiesten y crezcan. Esto es lo que el Papa  Francisco, quiere decir con su preocupación, que pastores y fieles todos se ocupen de verdad del prójimo y sus necesidades.
Uno de los aspectos maravillosos de cada ministerio espiritual, es la posibilidad de poder transmitir frecuentemente esto que nosotros poseemos. Un pasaje del “Diario de un párroco de campaña” de Bernanos siempre me ha llamado la atención: este párroco de campaña debe asistir en el lecho de muerte a una gran dama, una condesa que estaba en una situación de gran sufrimiento y angustia. Él mismo, en aquél momento de su vida atravesaba una grave crisis interior y ninguno lo sabía. Por medio de su ministerio, le dio seguridad a la señora, que muere con una gran paz. Más tarde él anotará en su diario: “Esté en paz, le dije. Y ella recibió esta paz de rodillas. Fui yo que se la dí. ¡Qué maravilla, que se pueda de esta manera hacer don de eso que no se tiene, o dulce milagro de nuestra manos vacías!”
Evidentemente todo esto está todavía mejor expresado en la carta a los Hebreos que viene prevista para este domingo. Jesús no entró al santuario con sacrificios materiales, sino con su propia sangre. Lo que quiere decir que no nos dio unas “cosas”, se ha dado Él mismo a nosotros. Nos ha dado su ser, su vida. Se nos ha dado como alimento de vida. Pidámosle descubrir como, desde el fondo de nuestra pobreza, nosotros podemos ayudar a los otros a descubrir sus propias riquezas, compartiendo con ellos también aquello que no tenemos.
Demos, entonces, en interés al Señor sus mismos dones, no tenemos, en efecto, nada que no sea don suyo, nosotros mismos somos un don suyo. Y nosotros, en verdad, ¿qué cosa podemos retener como nuestro, cuando tenemos tanto recibido? Y no solo porque fuimos creados por Dios, sino también porque fuimos rescatados por él. Alegrémonos también, porque hemos sido rescatados a gran precio, con la sangre del mismo Señor, con este precio ya nunca seremos viles ni banales.
Escribe Paulino de Nola: “Devolvamos, entonces, sus dones al Señor; demos a aquél que recibe a través del pobre; demos, digo, con gozo y recibiremos de Él exultantes. Le agrada, en efecto, que hagamos fuerza, quebrando con las obras buenas las vallas del cielo. Nuestro Señor, el solo bueno, como el solo Dios, no quiere recibir por un cálculo de avaricia, sino por generosidad de afecto. ¿Qué cosa falta, en efecto, a aquél que da todas las cosas? O ¿qué cosa no posee, aquél que es patrón de los que poseen? Todos los ricos están en sus manos, pero su inmensa justicia y bondad quiere que se haga don de sus mismos dones, para tener todavía un título de misericordia hacia ti, porque es bueno. Y de verdad te prepara él mismo un mérito del cual tú seas digno, porque ¡él es justo!”. Paolino di Nola, Epist., 34, 2- (Lezionario “I Padri vivi” 137). ¡Darnos es la gran inversión en estos tiempos de crisis!
La ley natural enseña al hombre la verdad de lo que importa: es la vida vivida y entregada. Antes de la revelación encontramos en culturas ancestrales, como la Egipcia, por ejemplo que el juicio de la justicia consiste en que el corazón sea más pesado, esto entreña una verdad empañada en supersticiones y mitos, pero que se aclara fulgurantemente en la revelación. En este sentido escribre san León magno: “Grande es aquél que Él sacará de lo poco disponible, porque sobre la balanza de la justicia divina no se pesa la cantidad de los dones, sino más bien el peso de los corazones. La viuda del Evangelio depositó en el tesoro del templo dos moneditas y superó los dones de todos los ricos (Mt 12, 41-44). Ningún gesto de bondad carece de sentido delante de Dios, ninguna misericordia queda sin fruto. Diversas son sin duda las posibilidades dadas por él a los hombres, pero no diferentes los sentimientos que Él les pide a ellos. Valoren todos con diligencia la entidad de los propios recursos y aquellos que han recibido de más den más.” Leone Magno,Sermo de jejunio dec. mens., 90,  (Lezionario “I Padri vivi” 137)
Que María santisima interceda para que no seamos tacaños con lo más valioso que tenemos: nosotros mismos, y somos lo más valiosos no por nuestro propio peso, sino porque hemos sido recatados con la Sangre preciosa de Cristo, seamos generosos habiendo sido objetos de tanta generosidad y misericordia.
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10 de noviembre.

Tumba de San León Magno. Vaticano

SAN LEÓN MAGNO, PAPA Y DOCTOR

(† 461)

La soberana personalidad de San León Magno es, en realidad, tan grandiosa, que apenas sabemos de él más datos —olvidados los de su infancia, educación y juventud— que los gigantes de su pontificado.

Debió nacer en los primeros años del siglo V o finales del anterior, época crucial y erizada de problemas, donde habían de brillar sus dotes excepcionales.

Parece que fue romano, (tusco le llama el Liber Pontificalis), y bien lo manifiesta el fervor con el que habla en sus discursos de aquella Roma imperial sublimada por el cristianismo, que llama su patria:

“La que era maestra del error se hizo discípula de la verdad… Y aunque, acumulando victorias, extendió por mar y tierra los derechos de su imperio, menos es lo que las bélicas empresas le conquistaron, que cuanto la paz cristiana le sometió. Y cuanto más tenazmente el demonio la tenía esclavizada, tanto es más admirable la libertad que le donó Jesucristo.”

En el año 430 era ya arcediano de la iglesia papal, cargo que solía llevar la sucesión en el Pontificado. Y ya para entonces eran admiradas su sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima.

En una legación a las Galias donde se preparaba la infecunda victoria de los Campos Cataláunicos sobre las hordas de Atila, le sorprendió la muerte del papa San Sixto III y su elevación al trono pontificio, acogida con grandes aclamaciones por el pueblo romano. Era el 29 de septiembre del 440.

Puso mano inmediatamente a la restauración de la disciplina eclesiástica, al fomento del culto católico y la liturgia, y a la enseñanza de los dogmas y su defensa, con tanta elocuencia y sabiduría como nos lo demuestran los discursos y cartas que de él conservamos.

La carta XV fue escrita a Santo Toribio de Astorga, que le consultó el modo de obrar con los herejes priscilianistas.

Aquellos días de San León Magno eran tan agitados y trágicos en la cristiandad, con violentas polémicas y herejías internas, como en el exterior, combatidos ambos imperios de Oriente y Occidente por las terribles invasiones de los bárbaros del Norte. En ambas situaciones la figura del Pontífice es soberana, grandiosa y eficaz.

Ecos de las herejías que desembocaron en Nestorio y fueron condenadas en Efeso, eran las de Eutiques, que sucumbían al error contrario. Si Nestorio afirmaba que en Cristo había dos personas distintas, la humana y la del Verbo divino, que habitaba en el hombre como en un templo, y la unidad divina y humana no era mayor, según él, que la del esposo y la esposa unidos en una carne, Eutiques ponía en Jesucristo tal unidad que la persona humana estaba absorbida, fundida, convertida en la divina, quedando después de la unión solamente una naturaleza: es lo que se llamaba el monofisitismo.

Agriando polémicas y rivalidades de Alejandría y Constantinopla, la disputa se envenenó, y por añadidura se hizo intervenir en ella a las potestades civiles de los emperadores, entonces ya no poco entremetidos en los asuntos eclesiásticos.

Estalló violenta la cuestión en un sínodo celebrado en Efeso el año 449. Ya el año anterior, en un sínodo regional convocado por Dióscoro, patriarca de Alejandría, hizo una razonada acusación contra Eutiques el docto y bravo obispo Eusebio de Dorilea. Un poco rezagado se presentó al fin Eutiques. Era archimandrita o superior de un gran monasterio cercano a la metrópoli: vino rodeado de muchos de sus 300 monjes y de soldados de la corte imperial.

Fue condenado, pero no se sometió: promovieron algaradas, llenaron la ciudad de pasquines y apelaron al Papa, primero Eutiques con Dióscoro, sucesor de San Cirilo de Alejandría, que con su ciencia y prestigio pudiera haber zanjado la cuestión. Luego se les une el eunuco Crisafio, favorito del emperador, y destierran al patriarca Flaviano, que a duras penas logró enviar también su informe al Papa, que hábilmente demoraba la respuesta para ganar tiempo e informarse. Escribió muy hábiles cartas a Eutiques, al mismo emperador, prometiendo un dictamen, que al fin fue la famosa Carta dogmática a Flaviano, de 13 de junio de 449, Magnífico y definitivo estudio teológico, que dejaba definida la cuestión y condenado el monofisitismo y afirmada la unión hipostática de las dos naturalezas en una sola persona divina.

No se aquietan los herejes ni los políticos. Convocan un nuevo sínodo en Efeso a los dos meses. El emperador impone la presidencia de Dióscoro y tiene como guardias armados a los monjes que acaudilla el fanático Bársumas. No se deja intervenir a los legados pontificios ni se lee la Epístola dogmática; son excluidos Flaviano y Eusebio, y, aterrados, votan la absolución de Eutiques 135 Padres conciliares.

Y aún no les basta: convocan nuevo Sínodo con mayores violencias: deponen al patriarca Flaviano y a Teodoreto de Ciro y Eusebio de Dorilea, defensores de la ortodoxia. Los ánimos se exaltan: alborotan los monjes, dan alaridos los herejes, arrastran los soldados al patriarca, llévanlo al destierro: a duras penas pueden huir los legados pontificios. Uno de ellos corre a San León Magno y le informa. También, antes de morir, Flaviano protesta ante el Pontífice.

León Magno escribe su epístola 93, en la que condena lo ocurrido y califica al sínodo de latrocinio efesiano, frase enérgica con la que pasó a la historia el inválido conciliábulo.

Intenta el Papa sosegar los ánimos; escribe a Teodosio II y a Pulqueria, emperadores de Oriente; procura la intervención de Valentiniano III, emperador de Occidente.

Pero con valor declara nulo cuanto se hiciera en los pasados sínodos, defiende a Flaviano y condena nuevamente las violencias de Dióscoro, que se apoyaba en Crisafio, favorito dominante del emperador.

La Providencia quiso remediar la situación y se vio clara la tragedia de los perseguidores de la recta doctrina. Crisafio, el eunuco, cayó en desgracia y fue ajusticiado, el emperador tuvo una caída mortal de su caballo. La emperatriz se casó con Marciano, hombre de paz que reprimió la audacia y violencias de los heresiarcas y llamó del destierro a los obispos perseguidos.

Inmediatamente escriben a San León Magno, haciéndole homenaje de admiración y obediencia, y le piden la convocación de un concilio ecuménico.

Realmente no hacía falta, respondió el Papa, puesto que ya la fe estaba definida en su Epístola dogmática. Pero accedió para mayor esplendor de la fe y solemne ratificación de sus definiciones: designó a sus legados, dos obispos y dos presbíteros, Lucencio, Pascasio, Basilio y Bonifacio. No admitió la legitimidad del patriarca Anatolio, entronizado en Constantinopla a la muerte de Flaviano, si antes no firmaba la sumisión a las decisiones papales; y dejó una presidencia subsidiaria a los emperadores para mantener el orden y prevenir los alborotos de los herejes. Se sometió el patriarca nuevo y asistió en la presidencia a los legados pontificios.

El concilio, IV de los ecuménicos, se congregó en Calcedonia en octubre del 451. Asistieron 630 padres conciliares, de ellos cinco occidentales, dos africanos y los demás orientales. Más los representantes del Pontífice.

Ya en la primera sesión se presentó altanero Dióscoro con quince egipcios de su herejía, y tuvo la audacia de acusar al Papa: latravit, dicen expresivamente las actas, ladró contra San León Magno, pidiendo su excomunión. Se levanta Eusebio de Dorilea y con enérgica y documentada elocuencia venera al Papa, acusa a Dióscoro, que, viéndose en evidencia y rechazado por la inmensa mayoría, prorrumpe con los suyos en denuestos e injurias y acusa de nestorianos a los mejores paladines de la fe. Y al momento la asamblea propone el enjuiciamiento de Dióscoro y sus adeptos.

Magnífica la segunda sesión, confesó la fe de Nicea, ratificó los doce anatemas de San Cirilo y, al terminar la lectura aclamada de laEpístola dogmática de San León Magno, prorrumpió en la famosa profesión de fe todo el Concilio.

—Esta es la fe católica. Pedro habló por boca de León: Petrus per Leonem locutus est.

Frase lapidaria que ha quedado como aclamación de la infalibilidad pontificia y acatamiento a su autoridad apostólica.

En las siguientes sesiones se condenó la herejía y la violencia de Dióscoro: el emperador le condenó al destierro, lo mismo que a Eutiques y los suyos.

Solemnísima fue la sesión sexta, con la presencia de los emperadores Marciano y Pulqueria. Se hizo solemne profesión de fe y de acatamiento al Papa. Marciano pronunció un discurso que había de emular al del emperador Constantino en el primer concilio universal, que fue el de Nicea: con elocuencia habló de la paz y de poner término a las discusiones y polémicas doctrinales. Con ello se daba por terminado el concilio y los legados papales se retiraban, Pero quiso Marciano que se aclararan algunos puntos personales y de disciplina. En mal hora, pues subrepticiamente se incluyó entre los 28 cánones uno que, indudablemente, parecía igualar las sedes de Roma y de Constantinopla. Llegadas las actas a Roma, protestaron los legados, y San León Magno solamente aprobó las decisiones dogmáticas y doctrinales.

Había salvado la fe ortodoxa con su autoridad, ciencia y prestigio San León Magno. Ahora le tocaba salvar a Roma.

Mientras acaba con sus aclamaciones el concilio de Calcedonia, ya por el norte de Italia avanzaban, entre incendios, matanzas y desolación, los bárbaros hunos acaudillados por el feroz Atila; las frases consabidas de que “donde pisaba su caballo no renacía la hierba” y de que era “el azote de Dios” vengador de la disolución y pecados del imperio lascivo y decadente, encierran una realidad absoluta.

Vencida la barrera del Rhin, atravesados los Alpes, cruzando el Po, ya acampaban junto a Mantua las hordas bárbaras. En Roma todo era confusión, terrores y gritos de pánico. Sólo había una esperanza: la elocuencia y valor del Papa.

Se puso en camino hacia el Norte: algún senador y cónsul le acompañaban, tímidos, a retaguardia.

Y el Pontífice intrépido, revestido de pontifical y llevando el cruzado báculo en sus manos, se presenta en el campamento mismo de Atila: le pide piedad y, más, le intima la paz. Estupefacto el bárbaro caudillo le escucha y le atiende y hasta ordena la retirada, ante el pasmo de bárbaros y romanos.

Apoteósico fue el recibimiento del liberador en Roma. Grandes solemnidades y pompas triunfales lo celebraron.

Y para memoria perenne hizo San León fundir la broncínea estatua de Júpiter que señoreaba el Capitolio y labrar con sus metales una estatua de San Pedro, que es la que hoy se venera con ósculos en su pie a la entrada de la basílica principal del Vaticano.

Pero Roma no había escarmentado: seguía la corrupción, los juegos lúbricos, los espectáculos indecorosos, los desmanes de lujo y de procacidad hasta en las mismas aulas imperiales.

San León se quejaba y auguraba nuevos castigos vindicadores de la divinal justicia.

En un sermón del día de San Pedro, que siempre lo predicaba con un imponente estilo, noble y elegante, se quejaba de que, aun en aquella romana solemnidad, asistían más gentes a las termas y anfiteatros que a la basílica pontifical. Y les aplicaba la execración amenazadora del profeta: “Señor, le habéis herido y no quiso enterarse; le habéis triturado a tribulaciones, y no entiende la advertencia del castigo”.

Y no se hizo esperar la nueva y más tremenda catástrofe.

Ahora venía del Sur: eran los vándalos terribles, cuyo nombre aún se repite como expresión de bárbaras mortandades y humeantes ruinas. Devastada el Africa de San Agustín, ocupadas las islas periféricas, desembarcados en la misma Italia, avanzaban sembrando la desolación y la muerte.

Pánico en Roma: desbandadas fugitivas encabezadas por el emperador Patronio Máximo, que asesinó a Valentiniano III y forzó a su viuda Eudoxia a unirse con él en apresurado matrimonio. Nada extraño que ella, desesperada, llamara al vándalo Genserico, ofreciéndole a Roma con sus puertas desguarnecidas.

No dio tiempo al Pontífice a salirle al encuentro como a Atila; pero aún pudo presentarse al invasor y rogarle que, al menos, respetara las vidas y no incendiara la urbe. Así lo concedió; pero en quince días que duró la invasión es incalculable el número de atropellos, saqueos, depredaciones y desmanes que saciaron la voracidad y fiereza de aquellos vándalos. Era la primavera del 455: en su retirada se llevó cautivas a la emperatriz y sus hijas.

Los seis años que aún le quedaban de vida y pontificado los empleó el gran Papa en restaurar las ruinas y continuar su obra de disciplina y apostolado. Primeramente aún tuvo el rasgo de enviar sus presbíteros y limosnas al Africa desolada. Y en Roma predicó la caridad, más aún con sus crecidas limosnas que con sus sermones apremiantes.

Luego su labor de restauración de las tres grandes basílicas romanas y la erección de nuevos templos, dotándolos de vasos y ornamentos sagrados, y puso guardas fijos en los sepulcros de San Pedro y de San Pablo, que la ferocidad de los tiempos profanaba y saqueaba.

Celebraba con mayestática devoción las funciones litúrgicas y dejó su impronta en la misa, según recuerda el Liber Pontificalis, añadiendo palabras venerandas, como el Hostiam sanctam… rationabile sacrificium, y, sobre todo, no pocas oraciones, que, aun hoy, revelan en grandes festividades su intervención, estilo y sapiencia teológica.

Predicaba en las solemnes festividades, y aún se recuerdan, intercalados en el Breviario que diariamente rezan los sacerdotes, fragmentos de sus homilías y panegíricos, que admiran por el cursus o ritmo cadencioso y sonoro de su retórica prosa, siempre densa de majestad y doctrina. Sus 96 sermones y 143 cartas que nos han quedado son el broncíneo monumento que se erigió como Pontífice máximo.

El 10 de noviembre del 461 murió santamente. Había amplificado el culto, definido la fe, exaltado el primado pontificio en la universal Iglesia, hasta reconocido en las más famosas del Oriente, salvado a Roma incólume una vez, sin sangre y llamas otra. Subía el gran doctor a la Iglesia celestial, mientras la terrena iba a sufrir los desgarramientos e incursiones que abrían los tiempos de la más fervorosa cristiandad del Medievo.

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verde con niños

Lecturas del Domingo 31º del Tiempo Ordinario – Ciclo B

 

Primera lectura

Lectura del libro del Deuteronomio (6,2-6):

En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo: «Teme al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras viváis; así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra, para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo el Señor, Dios de tus padres: «Es una tierra que mana leche y miel.» Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria.»

Palabra de Dios

Salmo

Sal 17

R/. Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza;
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. R/.

Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza
y quedo libre de mis enemigos. R/.

Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu Ungido. R/.

Segunda lectura

Lectura de la carta a los Hebreos (7,23-28):

Ha habido multitud de sacerdotes del antiguo testamento, porque la muerte les impedía permanecer; como éste, en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor. Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día «como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo,» porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. En efecto, la Ley hace a los hombres sumos sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la Ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.

Palabra de Dios

Evangelio

Evangelio según san Marcos (12,28b-34), del domingo, 4 de noviembre de 2018

Lectura del santo evangelio según san Marcos (12,28b-34):

En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Respondió Jesús: «El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» El segundo es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No hay mandamiento mayor que éstos.»
El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.

Palabra del Señor


 

Homilía para el XXXI Domingo durante el año B.

Estamos llegando al final del año litúrgico.

En las lecturas del Evangelio de los domingos, desde Pentecostés hasta el domingo pasado, hemos escuchado las enseñanzas de Jesús. Hoy todas estas enseñanzas están reunidas en un bellísimo pasaje sobre el primer mandamiento, el mandamiento del amor.

El contexto de esta enseñanza es muy simple. Jesús termina de discutir, sobre todo con los Saduceos, sobre la resurrección de los muertos. Entonces se avecina a Él uno de los escribas, para preguntarle: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?” Este escriba parece ser un hombre sincero. No se acerca a Jesús para ponerlo en una prueba, sino que está dispuesto a acoger su palabra. Quiere aprender. Jesús lo toma en serio y le responde entonces tranquila y precisamente, citando el bello texto del Deuteronomio que los hebreos piadosos utilizan todavía hoy como plegaria: Shema Israël, Escucha Israel.

El pueblo de Israel era muy celoso de su Ley, que lo distinguía de todos los otros pueblos. Él había recibido esta Ley de Dios mismo, con la mediación de Moisés. Esta Ley determinaba todos los elementos de la vida del pueblo, lo que hoy se distingue como civil y religioso, determinaba todo para cada persona, y procuraba felicidad, pero también era un peso. ¡Contenía tantos preceptos! ¿Como le sería posible observar a una persona tantos preceptos, aunque nomás fuera por un solo día? Entonces la pregunta del escriba, una pregunta cándida pero seria: ¿cuál es el más grande de todos estos preceptos? se explica perfectamente. Esta pregunta expresa la búsqueda apasionada de un camino de salvación por parte de muchos compatriotas de Jesús –una búsqueda de la que hemos tenido un lindo ejemplo en la historia del joven rico.

Jesús no se contenta con citar un precepto: “Haz esto” o “No hagas aquello”, sino que da una verdadera y propia enseñanza. La primera palabra de su respuesta es “EscuchaY ¿por qué escuchar? Porque “El Señor nuestros Dios es el único Dios”. Si hubiese más de un dios, si tuviéramos la elección entre más dioses, ninguno de ellos podría darnos preceptos. Lo que podrían hacer sería ofrecernos un contrato… La fe de Israel es antes que nada la fe en el hecho de la existencia de un único Dios.

Ninguno de nosotros, evidentemente, cree en una pluralidad de dioses. No tenemos ídolos de piedra o madera, fetiches para poder adorar como dioses. Y sin embargo no es seguro que ciertas realidades no se hayan vuelto para nosotros dioses… Pueden ser cosas materiales que tenemos, pero puede ser también la imagen que tenemos de nosotros mismos y que queremos comunicar a los otros, nuestra reputación, nuestro nombre, nuestra pretendida excelencia. (¡Ojo! Aquí nadie piense que se tiene que acusarse a sí mismo en público, tenemos que guardar la fama de los otros, pero también la nuestra, y no es excusa que no cuidamos la nuestra el pisotear la de los otros). El tema es no mentirse ni cambiar la realidad.

El Señor Dios es el único Señor. Es esta la primera cosa que Jesús quiso poner en claro. Por eso continúa: “amarás al Señor Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todos tu espíritu y con todas tus fuerzas”. Todo esto, tomado globalmente, quiere decir que debemos confesar con toda nuestra vida, con toda nuestra existencia, esta verdad que Dios es el único Señor –sin exaltación y sin reservas. Aunque objetivamente, nunca juzgar el interior, estemos en una situación irregular o de pecado, ¿Cuánto de nuestra vida, y con que entusiasmo, se lo damos a Dios y cuanto a las otras cosas?, esta respuesta también con cautela, no se vaya a caer en la opción fundamental. Este es el significado global de la respuesta. Pero cada una de las palabras utilizadas por Jesús: corazón, alma, espíritu, fuerza, tienen un significado particular.

El corazón expresa la capacidad afectiva de la persona. Nuestro amor, nuestro afecto, nuestra ternura no pude ser dividida entre Dios y los otros. Cuando están dirigidas a Dios deben permanecer en relación con el amor de Dios, de manera tal que amamos a Dios en los otros, amándolos al mismo tiempo por sí mismos.

Con todo nuestro espíritu: Dios nos ha dado una inteligencia. Una expresión de amor consiste en utilizar esta inteligencia que Dios nos ha dado para conocerlo mejor a Él y a todas sus criaturas. Esto implica también que nosotros tengamos el coraje, después de madura reflexión, de tomar en serio nuestras decisiones, más que esperar que Dios las tome por nosotros. Como decía san Agustín “ama y haz lo que quieras”. Amar con toda la inteligencia es todavía más difícil que amar con todo el corazón, porque entre otras cosas la inteligencia mira al bien, y no al mero sentimiento, que es pan para hoy y hambre para mañana.

Pero nosotros debemos también amar con todas nuestras fuerzas: esto quiere decir permanecer fieles también cuando el camino se vuelve difícil, cuando la calle es dura… fieles hasta la muerte, como fueron tantos profetas (también modernos). El amor es puesto a prueba en tiempos difíciles.

Viene después en la enseñanza de Jesús, la otra consecuencia de la fe en un solo Dios: “amarás al prójimo como a ti mismo”. Esto no es evidente. No es fácil amarse a sí mismo; y no es sin razón que, según la enseñanza de san Bernardo y de los otros Cistercienses, el amor de Dios y de los otros comienza por el amor hacia sí mismo. Si uno no se ama, o se ama mal, todas las relaciones con el prójimo están llamadas al fracaso o a mantenerse en falsos valores o por interés. El escriba está de acuerdo con Jesús y agrega algo muy profundo: “[Esto] vale más, dice, que todas las ofrendas y que todos los sacrificios.” Jesús lo aprueba y le dice: “Tú no estás lejos del reino de Dios”.

Escribe san Agustín: «“Nadie ve a Dios”. He aquí, queridísimos: “si nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros, y su amor en nosotros será perfecto”. Comienza a amar y llegarás a la perfección. ¿Has comenzado a amar? Dios comenzó a habitar en ti, ama a aquél que comenzó a habitar en ti a fin que, habitando en ti siempre más perfectamente, te vuelva perfecto. “En esto conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros: Él nos ha dado su Espíritu” (1Jn 4, 12-13). Bien, demos gracias a Dios. Ahora sabemos que el habita en nosotros. ¿Este hecho, que Dios habita en nosotros, cómo lo conocemos? De lo que Juan afirma, esto: “que Dios nos ha dado su Espíritu”. Y ahora, ¿de dónde sabemos que “Él nos ha dado su Espíritu”? Sí, que Él nos ha dado su Espíritu, ¿Cómo lo sabemos? Interroga tu corazón: si él está lleno de caridad, tienes el Espíritu de Dios. ¿De dónde sabemos que propiamente en este signo conocemos que habita en nosotros el Espíritu de Dios? Interroga al apóstol Pablo: “La caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones, por medio del Espíritu santo que nos ha dado”.» (Agostino, In Io. ep. tract., 8, 12. Lezionario “I Padri vivi” 136)

Todos estamos en camino hacia la misma meta. Pidamos la gracia de vivir de manera tal que Jesús nos diga también a nosotros: “Tú no estás lejos del reino de Dios”. Contamos con la proteción de la Santísima Virgen María.

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Todos los Santos Basílica Vaticana

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1 de noviembre.

Homilía Solemnidad de Todos los Santos

“Y viendo las gentes, subió al monte; y sentándose, se llegaron a él sus discípulos.”

¡Hoy día, la Iglesia recuerda a todo hombre y mujer, de toda edad y nación, de todo idioma y cultura, admitidos para siempre a participar en la gloria de Dios en el Cielo! ¡Desde la Creación del hombre, una inmensa multitud – una asamblea incalculable de seres humanos – se encuentra ante Dios, que es Padre, Hijo, y Espíritu Santo! ¡A todas estas criaturas celebra la Iglesia en este día, bendito entre todos los días! Esta fiesta tiene su origen en el Panteón de roma, allí en el siglo IV comienza a celebrase la memoria de todos los mártires, y de allí a todos los santos.

Con la excepción de la Virgen María, todos los santos y santas del Cielo viven junto a Dios no en cuerpo y alma, ya que el cuerpo permanece en la tierra: solo sus almas están en el Cielo, junto a Dios. No obstante, al recordarlos aquí en la tierra, formamos junto a los santos y santas del cielo un solo y único Cuerpo de Cristo: en cierto sentido, los habitantes del Cielo encuentran nuevamente su cuerpo mediante nuestra oración. Porque la oración concede al hombre la salvación no solo en esperanza, sino la salvación en cuerpo y alma, anticipando asimismo la venida del Señor y la Resurrección del cuerpo.

La oración requiere la presencia completa del ser: cuerpo y alma, tanto en la causa como en el efecto. Recordemos la oración intensa de Jesús en el Jardín de los Olivos: la angustia de su alma era tal que ésta le brotaba del cuerpo, a tal punto que surgía del Señor como gotas de sangre (cf. Lc. 22:24). ¡Cuántas veces hemos visto la plegaria del alma sanar parcialmente o totalmente un mal del cuerpo! ¿Entonces, por qué no pensar al menos hoy, fiesta de todos los santos, que nuestra plegaria – si bien sea modesta – puede servir para procurar a los habitantes del Cielo una cierta felicidad al encontrar ya su propio cuerpo, aun antes que el Señor lo resucite?

Hemos venido a la Iglesia en esta solemnidad, por amor, y en algunos lugares por obligación. En algunos países, como en España e Italia, es fiesta de precepto. Porque la Iglesia impone la asistencia a la Misa todos los domingos y fiestas de guardar. ¿Pero, a qué se debe tal obligación? ¿Por qué ser obligado a participar de la Eucaristía todos los domingos y todas las fiestas de precepto? Muchas veces oímos decir: “Sí, creo en Dios y rezo, pero a misa no voy…” Para algunos – no me atrevo a decir, para muchos – no se debe hablar de obligación en la religión: “¿Mandamientos de Dios? Quizás… rigurosamente… ¿Mandamientos de la iglesia? ¡Entonces no!” Sin embargo, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo; un cuerpo cuya Cabeza, es decir, el Principal, es Cristo…

“Y viendo las gentes, subió al monte; y sentándose, se llegaron a él sus discípulos.” Hoy también, estas palabras se cumplen: cuando vamos a la Iglesia, vamos hacia Cristo, que está presente en todos lados pero de modo especial en la Eucaristía, que es su Cuerpo. Así cumplimos lo que Cristo mismo nos pide mediante su Iglesia. Y así también, nos hacemos partícipes con todo nuestro ser de la alabanza de Dios: nuestro cuerpo se desplaza, hace esfuerzos para llegar a la Iglesia, y ayuda al alma a rezar en voz alta, con palabras y cantos. La orden de Dios, la orden de la iglesia no es un constreñimiento: ¡es una bendición, una gracia que nos permite unir todo nuestro ser a la alabanza de los elegidos que se encuentran en la Gloria del Paraíso!

“Y abriendo su boca, les enseñaba…”

“Y abriendo su boca…” Este giro especial del evangelista san Lucas no es de poco interés. Más allá del estilo del autor, este giro de frase pone en evidencia el hecho que Jesús es la Palabra de Dios hecha CARNE. El Hijo de Dios, el Verbo del Padre quiere comunicarse con los hombres mediante la humanidad que recibió al encarnarse en el seno de la Virgen María, mediante el Espíritu Santo. Dios quiso que todo en el hombre sea santificado, cuerpo y alma. Mediante el uso de su cuerpo y alma de una manera justa y medida, evitando los excesos y las carencias, el hombre – es decir, todo hombre, sea quien sea – logra la beatitud celestial.

¡En el Paraíso, los elegidos de Dios están junto al Señor Jesús, sentados a la derecha del Padre, viviendo para siempre con el Espíritu Santo! Sin cansarse y en la espera de la resurrección de su cuerpo, los santos y santas del Cielo escuchan esta única melodía del Hijo de Dios que vive de la vida de su Padre: la PALABRA de VIDA sustenta sin cesar a todos los elegidos del Cielo, eternamente felices de oír y apreciar “Cosas que ojo no vió, ni oreja oyó, Ni han subido en corazón de hombre.” (1 Cor. 2:9)

“«Bienaventurados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los que lloran: porque ellos recibirán consolación. Bienaventurados los mansos: porque ellos recibirán la tierra por heredad. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: porque ellos serán hartos. Bienaventurados los misericordiosos: porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los de limpio corazón: porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los pacificadores: porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia: porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados sois cuando os vituperaren y os persiguieren, y dijeren de vosotros todo mal por mi causa, mintiendo. Gozaos y alegraos; porque vuestra merced es grande en los cielos!»”

Ante todas estas “Buenaventuras” hay solo una que Jesús no pudo pronunciar él mismo, ya que aún no había nacido… fue aquella que Isabel dirigió a María, poco tiempo después de la Encarnación del Verbo en ella: “¡bienaventurada la que creyó, porque se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc. 1:45) Esta primera “Buenaventura” resume de hecho todas las demás que Jesús pronunció. La fe es necesaria en todas circunstancias. Entre otras, si hoy hemos venido para rezar con la Iglesia, es antes que nada porque somos creyentes. Y queremos alimentar esta fe, nuestra fe, con la Palabra de Dios, fortificándola a través de la Plegaria, ¡y sobre todo con el sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo!

¡Pidámosle a la Santísima Virgen María de ayudarnos a rezar, a crecer, a amar a todos los hombres, todas las mujeres, y todos los niños y niñas del cielo y de la tierra! ¡Que el Espíritu Santo venga en nosotros para transformarnos en verdaderos santos, viviendo ya en el Cielo, y permaneciendo todavía en la tierra!

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